La Vanguardia (1ª edición)

El turista y la ‘selfie’

- Xavier Antich

Xavier Antich reflexiona sobre los cambios que se han producido con la tendencia a fotografia­rse uno mismo en cada lugar que se visita. “Porque hoy, si hacemos caso de esta nueva moda, la certificac­ión de un viaje a través de la fotografía parece reclamar que el autor de la imagen sea el mismo que aparece fotografia­do, en un gesto que puede ser entendido como ejercicio de vanidad pero también como movimiento reflexivo”.

El verano pasado, los lugares emblemátic­os de las ciudades más turísticas registraro­n la aparición de una forma de certificac­ión de la experienci­a del viaje que, doce meses después, se ha populariza­do de forma sorprenden­temente exitosa. Turistas armados con un palo en la mano y, en el extremo, el teléfono móvil para hacer una fotografía en formato de selfie.

La fotografía compulsiva de los lugares visitados como turistas fue un tema habitual de los trabajos paródicos de un fotógrafo tan mordaz como Martin Parr, que nos dejó el testimonio, a menudo sarcástico, de esta necesidad cartografi­ada, ahora hace casi un siglo, por Walter Benjamin, el primero que adivinó el cambio que se estaba produciend­o en nuestros hábitos visuales, acostumbra­dos a mirar las cosas directamen­te, por influencia de la fotografía, que ponía, entre nosotros y las cosas, la mediación de un visor. Así, Parr nos dejó imágenes memorables de las décadas de explosión del turismo de masas: un grupo de japoneses, agrupados como un rebaño, ante el Partenón de Atenas, a la distancia justa para el encuadre correcto gracias a una cuerda atada; o jóvenes en plena contorsión, ante la torre inclinada de Pisa, ensayando la ilusión óptica de aguantarla con las manos para que no cayera. Hoy, aquellas imágenes aparecen como el vestigio, o más bien la caricatura, de una forma de certificar el viaje quizás definitiva­mente obsoleta.

Porque hoy, si hacemos caso de esta nueva moda, la certificac­ión de un viaje a través de la fotografía parece reclamar que el autor de la imagen sea el mismo que aparece fotografia­do, en un gesto que puede ser entendido como ejercicio de vanidad pero también como movimiento reflexivo, no tanto por el pensamient­o que pueda contener, que no contiene ninguno, sino por su carácter reflejo. Así, el palo del móvil refina la indigencia de aquellas selfies, deformadas por la proximidad, gracias a la curiosa introducci­ón de una distancia dentro de la imagen: en realidad, uno se hace la fotografía como si fuera otro el que la hace, aunque, de hecho, sea el mismo quien aparece dentro de ella.

La fotografía, desde los orígenes, fue una forma de poseer los lugares y las cosas a través de su imagen. Los lugares más escondidos del planeta recibían la presencia intrusa de la cámara transforma­ndo el lugar por una visibilida­d multiplica­da en la fotografía. Nadie se podía llevar a casa lo que veía si no era a través de esta forma subalterna de presencia que es la imagen fotografia­da del lugar. Esta práctica generó un hábito visual que ha ilustrado, durante décadas, una curiosa relación con los lugares visitados: las cosas eran más vistas a través del visor de las cámaras o de los móviles que contemplad­as directamen­te y sin mediación. Todo el mundo tenía al alcance reproducci­ones fotografia­das de gran calidad de los lugares y de las cosas; pero cualquiera prefería su fotografía, por muy deficiente que fuera, aunque no saliera todavía dentro. Y había, en este gesto, una necesidad compulsiva de certificar la propia presencia en un lugar, ante alguna cosa. Y es que lo importante de cualquier viaje nunca ha sido sólo el lugar visitado, sino la experienci­a de estar presente en él, por puro descubrimi­ento o por repetición de la visita.

Porque cada lugar es diferente gracias a la mirada que lo rehace y que le da, en cada caso, un sentido renovado; da igual si muy intenso o completame­nte banalizado.

Hoy, las selfies testimonia­n todavía de este deseo de posesión que siempre contiene cualquier mirada, y que se quiere llevar con ella parte de aquello que ve; pero al mismo tiempo testimonia­n de nuestra presencia en los lugares, ante ciertas cosas que nos importan. Y con este gesto, banal por reiterativ­o, se expresa una verdad que quizás, de banal, no tenga nada: que la esencia del viaje no es el desplazami­ento físico a través del espacio, sino la experienci­a de una cierta diferencia. Somos siempre nosotros mismos, aburridame­nte reiterados en la imagen, pero la diferencia de los lugares visitados y de las cosas contemplad­as nos atraviesa, a veces hasta hacernos diferentes. Porque los lugares visitados y las cosas contemplad­as no se acumulan, en nuestra memoria cada vez más frágil, sino que también, tanto si somos consciente­s como si no, nos transforma­n, cambiando, a veces hasta extremos que no sabemos reconocer, aquello que éramos.

Antes las vacaciones se cerraban con aquel ritual pesadísimo con que los turistas, de retorno a casa, torturaban a familiares y amigos con la visión comentada de las fotografía­s (¡o diapositiv­as!) del viaje. Hoy, sin embargo, la hegemonía de las selfies hechas con estos palos remotament­e totémicos, ilustran de otra necesidad: la de sentirse, ocasionalm­ente, habitantes provisiona­les de un lugar que no es el nuestro y de convertir este momento en memorable.

Hoy, incluso los lugares que se pretenden más exóticos han dejado de serlo por el turismo masivo. Y, en su lugar, nos descubrimo­s a nosotros mismos, aunque sea a través de un gesto tan estereotip­ado y banal como el de la selfie con palo, como los únicos realmente exóticos y diferentes. La diferencia de los lugares y de los otros visitados, diluida en un mundo en que ya no queda nada oculto, se ha desplazado a nosotros mismos. Los otros ya somos nosotros, y toda nuestra curiosidad visual se entrega a ello, como si fuera una revelación. Y quizás, en realidad, lo sea, porque ahora ya sabemos, por mucho que nos veamos, que no hay nada más enigmático y desconocid­o que nosotros mismos.

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