¿Hay un interruptor?
Hace unas semanas, un lector de La Vanguardia escribió una carta esperanzada y vital titulada “No quiero ser un anciano”, y otros lectores se sumaron al debate sobre la manera de vivir la vejez y la dignidad a la hora de morir. En torno a la eutanasia se dan tantas casuísticas que, con un humanismo discrecional, los familiares acaban asumiendo una decisión que, forzados por la hipocresía o el miedo a tomar decisiones no legalizadas, no debería corresponderles en exclusiva. Siempre me ha sorprendido la alegría con la que se habla de los avances en materia de esperanza de vida. Lo suelen hacer científicos eminentes, jóvenes y en plenitud, ideólogos de un futuro en que los años se acumulan ad infinitum. Un futuro en el que el deterioro de los órganos se resuelve con trasplantes a la carta gracias a la prodigiosa industria de las impresoras 3D, que tanto podrán reproducir un vibrador descatalogado como un hígado en perfecto estado.
Cualquiera que haya convivido con ancianos con graves deficiencias de salud sabe que sumar años no equivale a tener ni esperanza ni vida. Si me permiten el apunte personal, mis padres murieron
Siempre me ha sorprendido la alegría con la que se habla del avance de la esperanza de vida
con 93 años, con una vida llena que se escacharró en la fase de desenlace. El deterioro los hizo sufrir mucho, a ellos y de un modo diferente pero igualmente dolorosa a sus parientes y amigos. Cuando aún le quedaba sentido del humor para asumir su progresiva invalidez, mi madre decía: “Tendría que existir un interruptor”. Acostumbrados a vivir en un debate familiar permanente, lo discutíamos como quien comenta las noticias y, tras sopesar pros y contras, nos preguntábamos quién debería apretar el interruptor. Y ella, categórica, afirmaba: “Yo, por supuesto”. Más adelante, cuando la demencia le ganó terreno a la energía y al autocontrol, mi madre hablaba con menos convicción pero de vez en cuando seguía preguntando: “¿Verdad que si hubiera un interruptor me lo diríais?”.
En sus últimos días, admirablemente atendido por los profesionales del hospital de la Esperança, mi padre perdió el habla. Se comunicaba a través de movimientos inopinados, gemidos absurdos y mordiscos intempestivos. Todos nos dábamos cuenta de la frustración que le producía haber perdido el control de su propia dignidad. El último día que le oí decir algo inteligible fue cuando, mientras lo afeitaba (la preocupación por la pulcritud la mantuvo hasta el final), le hablé, no recuerdo por qué, del bolero Bésame mucho. Mi padre abrió mucho los ojos y, con imperfecta aunque comprensible claridad, dijo: “Como si fuera esta noche la última vez”. ¿Esperanza de vida? ¿Ancianos de edad infinita con órganos controlados por un servicio de mantenimiento idéntico al del aire acondicionado? Quizás. Pero mientras tanto sería más justo centrarnos en la posibilidad de legalizar, con el mayor rigor jurídico y preservando las voluntariedades y sensibilidades religiosas, el derecho a apretar el interruptor sin tener que vagar por un inframundo de alegalidades, complicidades tácitas y clandestinidades indignas de una sociedad civilizada.