La Vanguardia (1ª edición)

¿Hay un interrupto­r?

- Sergi Pàmies

Hace unas semanas, un lector de La Vanguardia escribió una carta esperanzad­a y vital titulada “No quiero ser un anciano”, y otros lectores se sumaron al debate sobre la manera de vivir la vejez y la dignidad a la hora de morir. En torno a la eutanasia se dan tantas casuística­s que, con un humanismo discrecion­al, los familiares acaban asumiendo una decisión que, forzados por la hipocresía o el miedo a tomar decisiones no legalizada­s, no debería correspond­erles en exclusiva. Siempre me ha sorprendid­o la alegría con la que se habla de los avances en materia de esperanza de vida. Lo suelen hacer científico­s eminentes, jóvenes y en plenitud, ideólogos de un futuro en que los años se acumulan ad infinitum. Un futuro en el que el deterioro de los órganos se resuelve con trasplante­s a la carta gracias a la prodigiosa industria de las impresoras 3D, que tanto podrán reproducir un vibrador descatalog­ado como un hígado en perfecto estado.

Cualquiera que haya convivido con ancianos con graves deficienci­as de salud sabe que sumar años no equivale a tener ni esperanza ni vida. Si me permiten el apunte personal, mis padres murieron

Siempre me ha sorprendid­o la alegría con la que se habla del avance de la esperanza de vida

con 93 años, con una vida llena que se escacharró en la fase de desenlace. El deterioro los hizo sufrir mucho, a ellos y de un modo diferente pero igualmente dolorosa a sus parientes y amigos. Cuando aún le quedaba sentido del humor para asumir su progresiva invalidez, mi madre decía: “Tendría que existir un interrupto­r”. Acostumbra­dos a vivir en un debate familiar permanente, lo discutíamo­s como quien comenta las noticias y, tras sopesar pros y contras, nos preguntába­mos quién debería apretar el interrupto­r. Y ella, categórica, afirmaba: “Yo, por supuesto”. Más adelante, cuando la demencia le ganó terreno a la energía y al autocontro­l, mi madre hablaba con menos convicción pero de vez en cuando seguía preguntand­o: “¿Verdad que si hubiera un interrupto­r me lo diríais?”.

En sus últimos días, admirablem­ente atendido por los profesiona­les del hospital de la Esperança, mi padre perdió el habla. Se comunicaba a través de movimiento­s inopinados, gemidos absurdos y mordiscos intempesti­vos. Todos nos dábamos cuenta de la frustració­n que le producía haber perdido el control de su propia dignidad. El último día que le oí decir algo inteligibl­e fue cuando, mientras lo afeitaba (la preocupaci­ón por la pulcritud la mantuvo hasta el final), le hablé, no recuerdo por qué, del bolero Bésame mucho. Mi padre abrió mucho los ojos y, con imperfecta aunque comprensib­le claridad, dijo: “Como si fuera esta noche la última vez”. ¿Esperanza de vida? ¿Ancianos de edad infinita con órganos controlado­s por un servicio de mantenimie­nto idéntico al del aire acondicion­ado? Quizás. Pero mientras tanto sería más justo centrarnos en la posibilida­d de legalizar, con el mayor rigor jurídico y preservand­o las voluntarie­dades y sensibilid­ades religiosas, el derecho a apretar el interrupto­r sin tener que vagar por un inframundo de alegalidad­es, complicida­des tácitas y clandestin­idades indignas de una sociedad civilizada.

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