Cuando Pep Guardiola cayó en la trampa
Conocer a Pep Guardiola no fue un privilegio. Ahora lo es. Hace años era un aprendiz de sí mismo que hizo de la observación su principal valor
Conocí a Pep Guardiola la semana del 20 de diciembre de 1990. Es decir, hace 25 años. El día antes del debut, presentando el programa del mediodía del sábado de Catalunya Ràdio, Pilar Calvo, desde el Camp Nou, me puso al teléfono un chaval que entraba por primera vez en la convocatoria de Johan Cruyff. Un tal Josep Guardiola i Sala. Nos apostamos una comida que debutaría la tarde siguiente con el primer equipo. Confesó que estaba seguro que no, pero que le entusiasmaría (como todo lo que hace) y yo, apasionado (como todo lo que hago), le aseguré que estaba convencido que sí. Hoy descubrirá mi trampa poética: aquel mediodía, antes de la entrevista, hable por teléfono (aún con cable) con el periodista Joan Patsy, amigo de Cruyff, que me confirmó que no sólo jugaría, sino que sería titular. Apuesta ganadora.
Antes de Navidad comimos en el restaurante Tramonti y de aquella pasta nació una amistad que se mantiene. Jamás me ha fallado. Jamás. Ni él, ni su mujer, ni sus hermanos, ni sus cuñados... en la alegría y en la tristeza. Los amigos no tienen matices. Capaz de absorber el más mínimo detalle de su interlocutor para rellenar sus conocimientos, Guardiola es, antes que un gran entrenador, un enorme conversador. Habla poco, escucha mucho. Ese es su valor para los amigos, la envidia de los enemigos.
La foto nos la hicimos en la puerta de la Bodega Sepúlveda de Barcelona una noche de este verano antes de largarse a la pretemporada con el Bayern. Conversamos muchas horas para compensar lo poco que lo hacemos por teléfono. El quería hablar de radio y yo, de fútbol, como siempre. La indeseable manía que tiene de querer hablar de lo tuyo para evitar lo suyo. Da igual que sea amigo del primer ministro italiano, Mateo Renzzi, del mejor jugador de ajedrez de la historia, Gary Kasparov, que metabolice la inteligencia del gran David Trueba o que cene en Nueva York con Woody Allen hablando de basket, porque de fútbol el cineasta no tiene ni idea. Al día siguiente de la selfie se levantó, cogió el coche y se fue a Santpedor, lugar donde parieron a este ser extraño y, para algunos, imprescindible. Y necesario para entender la definición plena de lo que es un amigo.