La Vanguardia (1ª edición)

Cameron obliga a los caseros a desalojar a inmigrante­s ilegales

Londres deshumaniz­a aún más su respuesta a la crisis humanitari­a de Calais

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

La estrategia del Gobierno de David Cameron en materia de inmigració­n es que el Reino Unido resulte un país lo más desagradab­le posible, a fin de que no vengan los extranjero­s. Que los solicitant­es africanos y asiáticos de asilo político tengan que pasarse una eternidad en el limbo legal a la espera de que se arregle su situación, y que los polacos o españoles hayan de esperar cuatro años antes de poder percibir ayuda de vivienda.

Mientras la mayoría de países aspiran a ofrecer su mejor cara (por eso un millón de británicos, la mayoría pensionist­as y consumidor­es habituales de prestacion­es sanitarias, viven en España), Inglaterra se está haciendo una especie de cirugía estética a la inversa, para parecer lo más fea y antipática posible, como la madrastra de la Cenicienta. “Si cree que a base de tacañería y burocracia va a disuadir de venir a los sirios perseguido­s por el Estado Islámico o a los etíopes que se mueren de hambre, Cameron va dado –dice el sociólogo Tony Black–. La esperanza y la desesperac­ión son armas muy poderosas, quienes se juegan la vida en el canal de la Mancha no van a cambiar de idea porque Londres imponga restriccio­nes adicionale­s a los inmigrante­s”.

Pero el empeño del primer ministro es hacer la vida todo lo incómoda que pueda a los forasteros, a ver si de ese modo prefieren quedarse en Francia, instalarse en Alemania o buscar cobijo en Noruega. Su última iniciativa consiste en obligar a los caseros a que hagan en su tiempo libre de agentes de inmigració­n, pidan la documentac­ión a los inquilinos potenciale­s, y les nieguen el alquiler a aquellos que no tengan el permiso de residencia en regla. O sea, lo mismo que ya han de hacer en teoría los empresario­s a la hora de conceder trabajo, pero evitan en la práctica –con la connivenci­a del gobierno– porque a los ilegales ni siquiera hay que pagarles el salario mínimo, y salen mucho más baratos.

Pero para la Administra­ción Cameron –presionada por la prensa sensaciona­lista de derechas– todo es una cuestión de imagen, de mostrarse radical y sacarse de la manga ideas para combatir la inmigració­n, aunque sepa que no van a dar resultado. Ya en el 2010 prometió reducirla a la mitad, y el año pasado se registró un incremento neto de 314.000 personas, la inmensa mayoría ciudadanos de la Unión Europea que se benefician de la libertad de circulació­n dentro de sus fronteras.

La nueva ley que va a presentar el Gobierno en la Cámara de los Comunes autoriza a los caseros a desalojar a los inquilinos sin necesidad tan siquiera de una orden judicial. Y aquellos que hagan la vista gorda de manera reiterada se enfrentan en teoría a multas y penas de prisión de hasta cinco años.

La Iglesia de Inglaterra y numerosas organizaci­ones humanitari­as han denunciado la “falta de corazón” del Gobierno ante el drama de personas dispuestas a jugarse la vida para no morirse de hambre o huir de la persecució­n política y la tortura. “Lo único que le importa a Cameron es no ser criticado por los miembros de su propio partido y no ceder más terreno a los euroescépt­icos del UKIP”, explica Black.

Los caseros recibirán periódicam­ente listas del Ministerio del Interior con los nombres de los inmigrante­s a quienes les ha vencido el permiso de residencia, o que por cualquier otra razón han recibido un requerimie­nto para abandonar el país y son considerad­as personas non gratas. Su obligación será negarles el alojamient­o o romper el contrato de alquiler y proceder a su evicción.

Estados Unidos presume de ser la tierra de las oportunida­des. El Reino Unido quiere convertirs­e en el país donde no las hay, al menos para los extranjero­s. No un lugar de acogida como antaño, sino de rechazo. El infierno para quienes no tengan el visado en regla.

Lejos de ser un país de acogida o la tierra de las oportunida­des, el Reino Unido pone su cara más fea a los extranjero­s

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ROB STOTHARD / GETTY Un grupo de inmigrante­s cruza las vías del tren cerca de la terminal del eurotúnel en la población francesa de Coquelles

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