Cuando en invierno llevábamos jersey
El confort no siempre coincide con estar a gusto. Porque esos 33 grados que la ciencia ha logrado establecer como la temperatura a la que toda piel humana aspira, seguro que se pueden alcanzar de muchas maneras distintas.
En la cadena de montaje más sofisticada del territorio, en la Seat de Martorell, se consigue no pasando nunca de los 26,5 grados ambientales. Y sabiendo además que, si el enorme marcador de la temperatura que preside cada nave supera esa cifra, la producción se para. El bienestar en el trabajo de esos miles de empleados y empleadas –sí, empleadas, montando coches– parece que vale la pena.
En los autobuses de muchas ciudades hablamos de un logaritmo más complicado, de ahí su gran variabilidad: entre 19 y 20 grados en algunos, la cálida humedad del momento en otros.
Así que, a pesar de tanto esfuerzo por el confort, cada vez más ciudadanos lo que echan de menos es la ropa de antes. Cuando había diferencias entre vestirse de verano y de invierno. Porque si para muchos hombres de traje sólo existe el invierno, para muchas mujeres sólo existe el verano, con pequeñas diferencias en los zapatos, y tampoco siempre.
El cambio de estación sólo existe en la intemperie. Para los que viven gran parte de su jornada tras los cristales ya no hay un tiempo de dedos libres en las sandalias, ni días grises de cuellos abrigados bajo suaves y coloridas lanas. En nombre del confort, además de torturar el aire exterior para dominar de forma extrema la temperatura laboral, se va perdiendo gran parte de lo aprendido en siglos de adaptación. La misma ropa para días fríos o de agobiante calor, porque eso sólo existe fuera.
Consciente de que no es el momento para esta imagen, confieso que echo de menos la lana. Hace siglos que no me compro un buen jersey.