El churro deja la calle
Las casetas han ido desapareciendo poco a poco de Barcelona por falta de relevo generacional
Durante años, su característico olor a frito atraía a niños y mayores hasta estos puestos de comida. Hoy, las tradicionales casetas de churros, muchas consideradas como un símbolo del barrio en el que se ubican, podrían desaparecer de Barcelona precisamente en una época en la que las food trucks están de moda y han conseguido que la comida a pie de calle esté en plena efervescencia.
Actualmente en toda la ciudad sólo quedan abiertas 24 de estas casetas. Es una cifra que queda muy lejos de las 70 que llegaron a haber hace veinte años con el boom de los Juegos Olímpicos. La mayoría de esas supervivientes se concentra en el distrito de Sant Martí. En cambio, en otros lugares tan concurridos como Ciutat Vella, sorprendentemente ya no queda ninguna.
La explicación para la imparable desaparición de estos puestos populares hay que buscarla en la dificultad para traspasar el negocio. Desde 1990, el Ayuntamiento de Barcelona no ha otorgado ninguna licencia más, ya que considera que la actividad de estos negocios debe estar reservada a celebraciones temporales, como la festividad de Reyes –en la feria navideña que tiene lugar en la Gran Via es todavía frecuente la presencia de varias churrerías ambulantes– y no para que ocupen indefinidamente el espacio público. Por ello en los últimos años sólo se ha permitido la transmisión de licencias de padres a hijos, aunque hubiese otro familiar que quisiera hacerse cargo del negocio.
Estas restricciones, junto con la crisis económica y los cambios de hábitos alimentarios, han hecho que el negocio del churro en plena calle peligre irremediablemente.
Jordi Argilés es presidente de honor del Gremi Artesà de Xurrers de Catalunya y churrero en la conocida caseta situada en el puente de Marina desde que tenía 18 años. En su opinión, la disminución de las churrerías en la vía pública se debe a diversos motivos. “Van desde los problemas administrativos para la obtención de permisos y licencias hasta un problema generacional, ya que los hijos muchas veces no dan continuidad al oficio de los padres por ser esta una profesión muy sacrificada”. Aun así, según este veterano churrero, con “esfuerzo” y “constancia” las casetas de churros no tendrían por qué desaparecer. El hecho de que la de Jordi Argilés, que lleva en funcionamiento desde 1958, sea una de las pocas que continúan a flote en Barcelona no es ningún secreto. “La churrería ha debido de ir adaptándose a los nuevos tiempos”, afirma este comerciante, que considera que la clave de la supervivencia es ofrecer nuevos productos y abrir muchas horas. “Trabajamos todos los días in- interrumpidamente desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche”, y añade: “Este oficio requiere de una perseverancia que muchos compañeros no han soportado”
Sin embargo, lejos de ser un producto condenado a la extinción, el churro barcelonés ha demostrado conservar su encanto con el paso del tiempo, en parte gracias a iniciativas que han intentado –y conseguido– recuperarlo y transformarlo en toda una delicatessen. Es el caso de la churrería Comaxurros, que ya contaba con un establecimiento en la calle Muntaner y que desde este año ha decidido lanzarse al mercado ambulante en un remolque en el que sirven los churros de siempre junto a otras especialidades, como los rellenos de sobrasada y queso, los de frutos del bosque o con una salchicha de Frankfurt, como si se tratara de un perrito caliente.
“Este año hemos ido al Sónar y nos ha ido muy bien. Esperamos poder seguir aparcando el remolque en otros festivales” dice Marc Muñoz, uno de los propietarios del negocio, optimista. Sin embargo, si el Ayuntamiento no modifica las actuales ordenanzas municipales para flexibilizar la venta no sedentaria, la actividad de las food trucks seguirá estando limitada a celebraciones muy concretas. “Desde siempre las churrerías se han congregado en fiestas que atraían a mucha gente –dice Muñoz –, entonces una manera de evitar que el negocio del churro en plena calle se termine sería acudir a estas celebraciones, aunque eso implique una cierta inestabilidad para el negocio”. Quizá opciones como esta, que aprovechan los espacios privados de grandes eventos, sea una de las soluciones para que las churrerías, las nuevas y las de siempre, no desaparezcan por completo de las calles de Barcelona.
Desde los Juegos Olímpicos han cerrado más de la mitad de los puestos callejeros que había en la ciudad El declive coincide ahora con la moda de las ‘food trucks’ y el rescate de este producto como delicatessen