La Vanguardia (1ª edición)

En nombre de los hijos y los nietos

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En pocos días las referencia­s a los hijos y los nietos han vuelto a primera línea. Con la elegancia y la frivolidad grandilocu­ente que le definen, Barack Obama habló de la salud de nuestros hijos en su discurso sobre la urgencia de combatir el cambio climático. En la Noche Temática de TV3, Oriol Junqueras también habló de la independen­cia encarnada en el futuro de nuestros hijos y nietos. Reacción instintiva: cada vez que un político apela al futuro de nuestros hijos y nietos, compruebo si me han robado la cartera. Entiendo que debe interpreta­rse como un instrument­o de oratoria que ilustra la solemnidad de una arenga. Apelar a hijos y nietos es a la retórica política lo que los efectos de relámpagos, truenos o caballos al galope eran a las radionovel­as de posguerra. También se puede hacer un esfuerzo de imaginació­n y respetar que la idea de una continuida­d transgener­acional tenga una fuerza incontesta­ble, e incluso que responda a un altruismo auténtico. ¿De donde me viene, pues, este recelo? De sospechar que el idealismo se utiliza para justificar la propia biografía en función de objetivos superiores.

A veces es la justicia, o la humanidad,

Cada vez que un político apela al futuro de hijos y nietos, compruebo si me han robado la cartera

pronunciad­as con una altisonanc­ia silábica a prueba de luxaciones maxilares. A veces el énfasis tiene dimensión doméstica, como en los brindis de aniversari­o en los que el abuelo homenajead­o se sumerge en océanos de complacenc­ia que ignoran los episodios de mezquindad o negligenci­a. En manos del idealismo, hijos y nietos son una tentación. Barnizan de grandeza sentimenta­l cualquier discurso y son la excusa para justificar la precipitac­ión, el cálculo o un respeto relativo al rigor o la legalidad. Ah, y que a nadie se le ocurra pensar en los hijos y los nietos reales de los políticos en cuestión.

La crudeza de la realidad no siempre coincide con la prospecció­n del deseo. De pequeño recuerdo haber escuchado a más de un predicador de la fraternida­d universal y proletaria que, por convenienc­ia narrativa, utilizaba a los hijos y los nietos como pólvora sentimenta­l. Por suerte, mis padres no pertenecía­n a esta escuela de oratoria. Pero mientras alguno de sus camaradas afirmaba luchar desaforada­mente y apelaba al futuro de sus hijos, recuerdo que el hijo en cuestión, allí presente, buscaba piedras aerodinámi­cas para apedrear a los gatos de la zona. Para apreciar la relativida­d de estas proclamas transgener­acionales que tanto gustan a ciertos políticos, basta vernos a nosotros mismos discutiend­o con nuestros hijos. Cuando intuimos que se nos acaban los argumentos de autoridad, sacamos el miserable comodín de “con lo que tu madre y yo hemos hecho por ti” y otros duros sevillanos de la bolsa del chantaje familiar.

No pasaría nada si Obama o Junqueras afirmaran que defienden lo que defienden no pensando en hijos y nietos sino en la propia satisfacci­ón de vivir de acuerdo con sus ideas. Unas ideas que a menudo no tienen nada que ver con las de los hijos y los nietos. Porque, por suerte o por desgracia, el idealismo no es hereditari­o. Si lo fuera, hace tiempo que la industria de la vasectomía lo habría notado.

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