La última vez que quise ser perro
La última vez que quise ser un perro, ni siquiera de raza, fue una madrugada de julio pasado en el aeropuerto de Dubái.
No nací perro y además fumo de modo que compartía una reducida habitación acristalada donde unos quince toxicómanos como yo se dedicaban a fumar ante un desfile de viajeros sanos cuyas miradas oscilaban entre el desprecio y la indiferencia.
Si los quince desgraciados hubiéramos sido perros, incluso fumadores, alguno de los viajeros habría exclamado:
–¡Es intolerable que quince pobres animales estén ahí apelotonados, sin aire y exhibidos de esta forma humillante!
Y una segunda voz se habría sumado y del coro airado habríamos pasado a una protesta formal de gran éxito viral –cabe imaginar que algún viajero sano nos hubiera grabado– y el Gobierno de Dubái y aún todos los Emiratos Árabes Unidos habrían ampliado rápidamente la habitación para perros fumadores y aumentado su oxigenación para atajar las protestas occidentales.
Cuando yo nací, la sociedad española estaba enferma: apedrear un perro, carbonizar a un gato o cortar con deleite rabos de lagartija o alas de mariposa, entre otros pasatiempos crueles, era algo relativamente normal. Nunca fui de esos niños y guardo en la memoria los chillidos de un cerdo degollado en la primera –y última– matanza que vi, años antes de que la matança del porc fuese reivindicada como una fiesta popular en la Catalunya postfranquista.
Hoy, la sociedad occidental sigue enferma: respeta, estima y defiende más a un animal que a un ser humano.
“El daño que ha hecho Walt Disney”, me dijo una vez una aficionada a los toros cuando se empezaba a hablar de una posible prohibición. Me pareció una exageración y ahora, sin embargo, creo que algo hay: humanizamos a los animales, depositamos en ellos nuestros anhelos de dar y recibir cariño y creemos que, a diferencia de los demás hombres, los animales nunca nos van a fallar. Eso pensaba yo de mi primera mascota –una pareja de hámsters que devoró a sus crías– y la última –un agaporni misógino llamado Joselito–, que se las piró una noche en que olvidé enjaularlo (y bien que hizo).