Arqueología de la soledad
Un museo vacío en Montjuïc, un lugar que si se pusiera de moda perdería su encanto
El Museu d’Arqueologia de Catalunya es la cala virgen de Barcelona, el espacio mejor conservado para los amantes de la soledad. Si se lo mencionas a alguien, seguramente contestará: “El Museu d’Arqueologia es ese lugar fascinante en el nunca hay nadie, ¿verdad?”. Quizá sea la mejor definición.
No se ubica en un paraje recóndito, sino en el paseo Santa Madrona, delante del Teatre Lliure y cerca del Grec. Se puede ir a pie desde Paral·lel, y la línea 55 del bus te deja al lado. La razón por la que siempre está vacío es otra. ¿Pero cuál?
Todo empieza en la prehistoria. En una sala donde, al fondo, se reproducen pinturas rupestres, están expuestos los cráneos de nuestros antepasados, junto a fechas inasimilables. Quedan tan lejos, que cuando más adelante se nos muestra la tumba de La Senyora de les Muntanyes, una mujer de unos cuarenta y cinco años hallada en 2004, en una cueva sepulcral de Montanisell, en Alt Urgell, es como si no fuera para tanto. La enterraron hace unos 3.500, llevaba una espiral de bronce, un collar y una diadema.
Un poblado neolítico de nueve cabañas descubierto en Montsià, a los alrededores de Amposta, o los restos cerámicos en la Bòbila d’en Sallent, trazan la geografía del pasado. Y frente a la recreación del dolmen del Collet de Su, en el Solsonès, donde de la tierra asoman cabezas que tienen unos cinco milenios, un vigilante de sala, sentado en un banco, lee con la ayuda de una linterna y una lupa, porque la luz es tenue. Parece un espeleólogo que estudiara el conocimiento. Recuerdo la discusión de unos amigos. Uno decía que la arqueología es simple fetichismo, y la historia, razonamiento. El otro contestaba que la sandalia de un romano pisó realmente el imperio, calzó a una persona real, es la prueba tangible de que los romanos existieron; mientras que, por el contrario, la historia es sólo una interpretación interesada.
Tal vez la arqueología sea una profesión romántica y sacrificada que desentierra a los muertos y la historia a pleno sol. Pero no tiene más aventura que la de Indiana Jones. O eso podría deducirse, a raíz de la escasa afluencia al museo; es como si las piedras y cimientos de nuestra civilización no interesaran a los habitantes de la era de la inmediatez, en la que el tiempo pasa fugaz y, en cuanto lo hace, ya no tiene valor. O es que preferimos los documentales. Desde que he llegado, sólo me he cruzado con una mujer francesa y su hijo, y con otra que iba con la que debía de ser su nieta; ésta llevaba un National Geographic titulado Historia, y observaba aburrida las vasijas del siglo III a.C. Seguramente suspendió la asignatura y repasan juntas la lección.
Las explicaciones en las paredes señalan que todo tiende a repetirse. Hay títulos como Pensament únic, y citan a Maquiavelo, o Crisi ecològica, crisi social. Empieza la época de los fenicios y los griegos. Y la sala dedicada a los íberos, diáfana, con mucha luz y suelo de mármol, recuerda al gran hall de un hotel.
En la primera planta, romana, sigue sin haber nadie, sólo sarcófagos, cabezas de piedra erosionadas, el fragmento del friso de un pórtico y capiteles corintios, y una formidable lámpara gigante colgada del techo. La biblioteca, más arriba y con vistas espectaculares, también está vacía, y su silencio la convierte paradójicamente en el lugar más atractivo de la ciudad bulliciosa y masificada.
Hay otro museo que promete estar todavía más desierto, y es el Etnográfico, en la curva donde el examinador de conducir me dijo: “Adecúe velocidad”. Luego iré, y descubriré que está cerrado y hay excavaciones a su alrededor, porque pertenecemos a la civilización de las obras en verano. Pero antes, justo a la salida, se despide el exhibicionista Príapo de Hostafrancs, levantándose la túnica para demostrar que está grotescamente bien dotado, o enseñando la magnitud de la tragedia.
Es irónico: si el Museu d’Arqueologia se pusiera de moda, perdería su encanto. Debemos guardar su secreto, que no lo es tanto. Como las calas vírgenes.
Esta es la auténtica cala virgen de Barcelona, el lugar en el que nunca hay nadie