No nos obliguen a odiar a los niños
AL buen aficionado al deporte le fastidia que las medallas las ganen los niños. El aficionado quiere reconocer en un campeón algo más que talento y horas de esfuerzo; hay una serie de valores asociados a la práctica deportiva que también seducen a la audiencia, como la personalidad, la empatía con la afición y, sobre todo, los méritos acumulados durante toda una trayectoria. Por eso celebramos las últimas grandes actuaciones de futbolistas como Xavi o Pirlo en partidos del máximo nivel, y por eso nos entusiasmaban las agónicas victorias de un veterano Connors sobre imberbes como McEnroe o Lendl, empeñados en jubilarlo de manera irrespetuosa (aquel Open USA de 1983, cuando el de Illinois hizo morder el cemento al inexpresivo checoslovaco). Estas victorias las jaleamos porque nos atrae la épica de unos campeones que se obstinan en seguir siéndolo a pesar de la biología. Hay excepciones, como la irrupción luminosa de Nadia Comaneci en Montreal con sólo 15 años. Pero la norma es que a la audiencia le inco- mode que alguien muy joven se codee con los mejores.
La aparición de la niña de 10 años Alzain Tareq, de Bahrein, en los 50 metros mariposa del Mundial de Kazán, fue saludada ayer con una ovación por el sorprendido público, pero enseguida se desató un debate que ha puesto en la diana a la Federación Internacional de Natación, que no establece un límite de edad. Sobran argumentos para advertir que esta precocidad puede ser devastadora para los propios críos –los rivales de Alzain se preguntaban si la pequeña orinó en la piscina–, pero aquí apuntaremos sólo uno que afecta al público: la historia del deporte se ha escrito a partir de los duelos a muerte entre deportistas; identificarse con un campeón requiere detestar cordialmente a su rival. Messi y Ronaldo, McEnroe y Borg, Merckx y Ocaña, Sugar Ray Robinson y Jake LaMotta, Coe y Ovett. Pero... ¿cómo se puede odiar a un niño sin sentirse un depravado?