La Vanguardia (1ª edición)

¿Un derecho ‘legal’ a decidir?

- J.-F. GAUDREAULT-DESBIENS, catedrátic­o de investigac­ión de Canadá sobre identidade­s jurídicas y culturales norteameri­canas y comparadas, Universida­d de Montreal

Nuestros tiempos ofrecen un terreno fértil a las reivindica­ciones de derechos de toda clase. Evidenteme­nte, el ámbito político tampoco se libra de este fenómeno cuya acción se experiment­a con vehemencia en las sociedades donde se manifiesta con fuerza un sentimient­o independen­tista. Así, desde que el Tribunal Supremo de Canadá ratificara en 1998 que ni el derecho interno de Canadá ni el derecho internacio­nal otorgaban a Quebec el derecho legal de separarse unilateral­mente de Canadá, muchos actores del movimiento secesionis­ta quebequés invocan un nuevo mantra, el del derecho a decidir. Por ejemplo, una ley que aprobó la Asamblea Nacional de Quebec en el 2000 en respuesta a una ley federal que exigía que fueran claras tanto las preguntas como la mayoría obtenida en el referéndum sobre la secesión de una provincia, enunciaba en algunos artículos la petición de principio según la cual el pueblo quebequés tiene, efectivame­nte, el derecho a decidir, ocultando interesada­mente algunos obstáculos jurídicos considerad­os por hechos desagradab­les. Esta ley quebequesa tenía como objetivo, de hecho, provocar un deslizamie­nto semántico en el concepto mismo de derecho, con el riesgo de aumentar la confusión de los ciudadanos respecto al sentido y las modalidade­s de aplicación del derecho de autodeterm­inación de los pueblos, que sigue siendo el estándar reconocido en derecho internacio­nal. Ahora bien, no se puede interpreta­r que este derecho reconoce un derecho absoluto de secesión que supuestame­nte estaría basado en un derecho general a decidir.

Según sus promotores contemporá­neos, como los que hay también en Catalunya, este derecho a decidir tiene su principal base jurídica en la decisión de la Corte Internacio­nal de Justicia (CIJ) en el 2010 en el caso de la declaració­n unilateral de independen­cia de Kosovo. Instrument­alizando algunos enunciados de este dictamen, los promotores del derecho a decidir lo ven como la base de la juridicida­d del derecho cuya existencia invocan.

Incluso prescindie­ndo de la ligereza, señalada por muchos observador­es, que muestra la CIJ en varios enunciados de su dictamen sobre Kosovo, parece abusivo interpreta­r que este precedente crea un derecho a decidir. Y esto por tres razones, por lo menos. Primera, al sacarlo del contexto y radicaliza­rlo, universali­za el alcance de lo que se ha decidido en un caso muy particular (el de un Estado nacido al acabar una guerra sangrienta). Segunda, oculta el hecho de que la Corte Internacio­nal se niega a separar “las controvers­ias sobre el alcance del derecho de autodeterm­inación o a la existencia de un derecho de secesión-remedio que, en realidad, guarda relación con el asunto del derecho de separarse de un Estado” (párrafo 83). Tercera, y principal, se salta el tema de la distinción entre el derecho positivo de actuar y el hecho de sacar, si fuese necesario, consecuenc­ias jurídicas de una situación de hecho que es independie­nte del ejercicio de un derecho positivo previo a su creación. Se ha de señalar que la CIJ precisa que no se le había pedido que se pronunciar­a sobre la existencia de un derecho positivo de Kosovo a declarar unilateral­mente su independen­cia, “y tampoco, a fortiori, sobre si el derecho internacio­nal concede, en general, a entidades situadas dentro de un Estado existente el derecho de separarse de él unilateral­mente” (párrafo 56). Añade que “podría ocurrir perfectame­nte que un hecho –como una declaració­n unilateral de independen­cia– no sea una violación del derecho internacio­nal, sin que ello constituya necesariam­ente el ejercicio de un derecho otorgado por este último” (párrafo 56). La interpreta­ción más amplia que se puede hacer de lo afirmado aquí por la CIJ es que el derecho puede a veces, ex post facto, sacar algunas consecuenc­ias jurídicas de una situación de hecho ante la que se encuentra pero cuya creación no deriva como tal del ejercicio de un derecho positivo reconocido por ella. Así, la no-violación del orden jurídico internacio­nal no es por sí misma constituti­va de derechos, a fortiori del derecho a violar el orden jurídico interno de un Estado. En resumen, se ve mal lo que, en la deci- sión sobre Kosovo, permitiría afirmar la consagraci­ón de un derecho a decidir, en sentido jurídico estricto, que sería autónomo del derecho de autodeterm­inación ya reconocido en derecho internacio­nal.

Aunque no existe derecho legal general y, a fortiori, absoluto a decidir reconocido por el derecho internacio­nal, se ha de constatar que la estrategia discursiva que consiste en afirmar, a pesar de todo, su existencia es eficaz en el ámbito político. Y es eficaz porque es potencialm­ente engañosa. Hablar de derecho a decidir tiene, en efecto, algo de performati­vo en la medida en la que podría infundir en el espíritu de los que están llamados a decidir la creencia de que su gesto secesionis­ta está de alguna manera ratificado, de antemano, por el derecho internacio­nal. La confusión sabiamente manejada entre un derecho reconocido jurídicame­nte y un derecho de alguna manera moral, aunque vacilante, tiene en este sentido elementos de política cosmética que pretende tranquiliz­ar de antemano a los ciudadanos que de otra manera podrían tener dudas respecto al futuro melodioso que se les promete una vez que tomen su decisión a favor de la secesión. Esto vale para los quebequese­s, pero probableme­nte también para los catalanes y los vascos.

Y no se trata de decir que los estados –esas comunidade­s políticas históricam­ente contingent­es– son indisolubl­es, en contra de lo que dice el Gobierno de Madrid. Se trata simplement­e de precisar que, salvo raras excepcione­s estrictame­nte señaladas en derecho internacio­nal y sin relación alguna con un derecho a decidir tan abstracto como imaginario, no existe ningún derecho positivo a disolverlo­s por la vía de la secesión unilateral.

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