Cuando Hutton era la reina de Tánger
Barbara Hutton debe su celebridad, antes que nada, a haber heredado una gran fortuna a los ocho años, tras la muerte de sus abuelos maternos –su madre se había suicidado con matarratas en la suite del hotel Plaza donde residían, dos años antes, desesperada ante las continuas infidelidades de su marido, Franklyn Hutton–, lo que le valió el mediático apodo de “pobre niña rica”.
Al cumplir los dieciocho, edad con la que ya podía disponer de su patrimonio, Barbara fue presentada en sociedad en una fiesta que costó un millón de dólares de nuestros días. Hacía pocos meses del crack de la bolsa. Esa noche la vida empezó a desproporcionarse y a escurrirse, aunque latiera con esplendor entre tiaras de brillantes y collares de esmeraldas de Cartier y Bulgari, rodeada de personajes célebres e impostores con quienes se dejaba fotografiar para las crónicas de sociedad de los diarios. Se casó siete veces, entre ellas con Cary Grant, el único que no la extorsionó.
Todo lo que hay escrito sobre ella, además de una prolija crónica fotográfica, que incluye algunas obras exquisitas firmadas por su amigo Cecil Beaton, va mucho más allá de la historia de esa pobre niña rica.
De la multimillonaria se dice que era bipolar, narcisista, excéntrica y desprendida; que regalaba brillantes a las criadas y deportivos a sus amantes. Hasta en la más sublime y la más absurda de sus excentricidades derramaba la necesidad de ser excepcional. ¡Y tanto que lo consiguió!, haciéndose célebre gracias a sus fiestas de verano en Tánger: “Barbara Woolworth Hutton solicita el placer de su compañía en el palacio de Sidi Hosni. PD. En caso de viento, la anfitriona le ruega disculparla viniendo otra noche”.
Así rezaba la invitación anual que, desde 1948 hasta 1975, reci- bían los invitados a las apoteósicas parties que se vivieron en una de las ciudades más internacionales, complejas, enigmáticas, decadentes, libertinas y artísticas del siglo XX. Orquestas, bailarinas, un verano incluso trajo treinta camelleros Reguibat desde el Sáhara para que formaran una garde
d’honeur. Después de la fiesta, acabaron acampado en el jardín.
Hutton le había arrebatado el mítico Sidi Hosni nada más ni nada menos que al Caudillo. Franco se había encaprichado de él, pero acostumbrada a tener todo cuanto deseaba, ella solo tuvo que doblar la cantidad: ofreció un millón de pesetas más que la oferta que el Generalísimo había hecho –es decir, pagó dos millones de la época–. Y el palacete, en plena kasba, fue suyo.
No hay otra ciudad en la que se pueda sacar a pasear al fatalismo como en ella. Hay un Tánger silencioso que bate cualquier expectativa del bullicioso. Babuchas que apenas rozan los empedrados. El sonido de un laúd que emboba la tarde. El largo té dulce. La vida entre muros. Tánger, como La Habana, ejerce un hechizo nada ostentoso, pero capaz de contagiar al visitante de una moratoria anímica que altera el tiempo. Uno de los amigos de Hutton, Truman Capote, escribía: “Casi todo en Tánger es inusual, y antes de venir conviene hacer tres cosas: vacunarse contra el tifus, sacar los ahorros del banco y despedirse de los amigos. Dios sabe si los volverás a ver. Este consejo es bastante serio, ya que es alarmante la cantidad de viajeros que han aterrizado en ella para unas breves vacaciones y después se han establecido y han dejado pasar los años. Porque Tánger es una ciudad que atrapa, un lugar sin tiempo; los días pasan más imperceptibles que la espuma en una cascada”.
No hay duda de que las garan- tías de exótica libertad de una ciudad abierta donde nadie cuestionaba nada contribuyeron a poner Tánger de moda, con la fantasía de exilio feliz y a la vez caníbal. Todos sus ilustres visitantes pasaban por las fiestas de Hutton: Capote y Beaton, Hubert de Gi- venchy, Tennessee Williams… Dos socialités españoles de la época, a los que después de muertos se ha olvidado bastante, Emilio Sanz de Soto y Pepe Carleton, dieron buena fe de ellas. La anfitriona recibía a sus invitados sentada en un trono de oro y luciendo la tiara de esmeraldas de Catalina la Grande. Otros habituales eran Jane y Paul Bowles, quien en El
cielo protector logró plasmar la perversidad y el embrujo del desierto.
He encontrado una hoja del hotel Sanvy de Madrid con preguntas que preparé para una entrevista, cuando Paul Bowles vino a Madrid en 1993. “¿El cannabis y el desierto son algo parecido a la pérdida de la virginidad?”, interrogaba. Años más tarde lo visité en Tánger. Vivía como un pobre en un piso atestado de recuerdos y maletas. La atmósfera, densa, que venía de la calle, se posaba en cada rincón dejando bien claro quien mandaba. A Jane siempre le pareció simpática y divertida Barbara, ligera; a Paul, en cambio, le desagradaba por sus excesos.
El magnetismo de Tánger era entonces penetrante, como el humo de las pipas de kif. Exótico, libre, con una laxitud moral que abreviaba las convenciones, Allí Hutton no solo derrocharía su inmensa fortuna, también realizó obras filantrópicas, donando generosas sumas a obras de beneficencia. Tanto que las autoridades locales le permitieron ampliar los arcos de la Medina para que pudiera circular por ella su RollsRoyce y otros vehículos del séquito que solían acompañarla. Y dejó de ser la “pobre niña rica” para convertirse en la “reina de la Medina”. La vida de Hutton estaba escrita desde su infancia amarga, ebria de disparate y provocación. Moriría sola, a los 66 años, con tan sólo 3.000 dólares en su cuenta, apenas para pagar su entierro. Eso sí, desde el mirador de Sidi Hosni, aún hoy se presiente el influjo de sus extravagancias, cuando el mundo despertaba de dolorosas guerras y quería vivir permanentemente en una fiesta. Una vista hermosa y maldita, como la misteriosa ciudad, como Barbara Hutton y sus amigos.
Hutton murió sola, a los 66 años, con tan sólo 3.000 dólares