Réquiem por la inteligencia humana
Si alguno de los pintorescos candidatos republicanos llegara a la Casa Blanca y como presidente adquiriera las principales empresas de inteligencia artificial y robótica hasta conseguir casi el monopolio con quién sabe qué maléficos fines, estallaría una revolución mundial. En cambio, cuando se constata que quién está haciendo exactamente eso es Google, lo asumimos como una fatalidad, permitimos que el gigante siga cebándose aun sabiendo que pronto no habrá gobierno que lo pare. Al final, el visionario que mueve los hilos desde un control central ha resultado ser el amigo que con su buscador nos ha hecho la vida más fácil. Quienes diseñan el nuevo orden mundial no llevan corbata ni circulan con cristales tintados: visten tejanos rasgados y bailan música indie en los festivales de verano.
Y no puede negarse que no estén planteándose retos interesantes, algunos de indudable belleza poética, como se apunta hoy en la sección de Cultura. ¿Es realmente necesario morirse o podemos vivir eternamente aunque sea fuera de nuestro soporte biológico habitual? ¿Será la inteligencia artificial indistinguible de la humana? ¿Es el transhumanismo una ventaja? ¿Se democratizarán los avances tecnológicos o sólo una minoría disfrutará de la opción de no morirse?
Cada uno de nosotros ha tenido (o tendrá) una experiencia reveladora de que la robótica está aquí para quedarse. La mía es reciente, cuando en el Grec vi el montaje Las tres hermanas versión androide, producido por la Universidad de Osaka y basado en Chéjov. Una hermana muerta había sido sustituida por una actriz androide. Pese a sus titubeos, a sus cambios de ánimo, la robot actuaba con una fría determinación que acababa gobernando de forma implacable la trama.
Porque no hay marcha atrás. La impulse Google o Donald Trump, es tarde para debatir si hay que frenar la inteligencia artificial: la humana tiene los días contados como paradigma. Y eso no es necesariamente desastroso.