La Vanguardia (1ª edición)

La concordia es posible

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Con las primeras luces de la mañana, aterrizo en el aeropuerto de Madrid-Barajas Adolfo Suárez, cuando Mas ha firmado el decreto de convocator­ia de elecciones –con aroma plebiscita­rio– y Rajoy ya descansa en Doñana, preparándo­se para un otoño-invierno peliagudo. Y en la somnolenci­a de la amanecida, me pregunto cómo hubiera gestionado Suárez el desacuerdo con quienes se han cansado de pertenecer a España y si la concordia es aún posible.

En los albores de agosto, el conflicto entre gobernante­s es evidente, tal como acreditan las últimas manifestac­iones de unos y otros: “Vamos a por todas, ya no hay marcha atrás” y “no habrá independen­cia de Catalunya de ninguna de las maneras”, exponentes ya sin rodeos de una discordia arrastrada.

Desde la Diada del 2012, Mas no sólo no ha dado un paso atrás, sino que ha ido enfurecien­do su encono. Y no deja de ser mirífico que esa galopada acabe en una modesta cuarta plaza de la papeleta independen­tista. Mientras tanto, Rajoy se ha quedado apoyado en la barra, aplicando la receta que le sirvió para evitar el rescate. Imposible, pues, encontrar un territorio de encuentro en algún instante del trayecto.

Las cosas podrían haber sido distintas, si –desde un principio– se hubieran empeñado, al menos, en no detestarse, pero la ausencia de química –sin ambages– entre los protagonis­tas ha dado como resultado un fallido de libro.

Hubiera bastado con aprender de dos hombres astutos, como Tarradella­s: “Tengo un millón de personas en la calle dispuestas a reclamar mi retorno” y Suárez: “Usted no es nadie. Usted es lo que yo digo

L. SÁNCHEZ-MERLO, que es”. Era difícil que las pretension­es de ambos, en las antípodas, uno desde sus orígenes falangista­s, y el otro curado de espanto, tras un largo exilio, llegasen a encontrars­e. Era como mezclar el agua y el aceite, pero hubo acuerdo porque ambos comprendie­ron que se necesitaba­n e irremediab­lemente sus proyectos confluyero­n y se restableci­ó la Generalita­t de Cata- lunya. Así se fue zurciendo la transición.

Sin embargo, todo parece indicar que no se han extraído las lecciones de aquella gran maniobra: por un lado, respetar la singularid­ad política catalana y la necesidad de su reconocimi­ento, y por otro, entender la urgencia de –sobre todo– no volcar el tablero. Sin inteligenc­ia política, se arruinan todas las buenas intencione­s iniciales.

El largo pasaje de desafío, impugnació­n y mal humor que vienen protagoniz­ando Mas y Rajoy se ha saldado con la evidencia de que ni fue posible el acuerdo ni lo sería nunca. Han faltado encuentros discretos y muchas horas de convenir y discrepar. Culo di ferro. Cuando ya andaba Mas a vueltas con las estructura­s de su propio Estado, el presidente de la Generalita­t aprovechó para descargar en la Moncloa el “memorial de agravios”. Para Madrid, las maniobras de Mas eran la prueba inequívoca de la deslealtad. En clave catalana, la falta de respuesta a las “23 medidas” –salvo la lanzadera a la T1 de El Prat–no hacía sino engrosar las filas independen­tistas.

Tratando de encontrar una explicació­n al sorpasso soberanist­a, lo cierto es que el Gobierno, que siempre ha atendido las necesidade­s financiera­s de Catalunya a través del FLA, no prestó la atención que requería el malaise catalán. Ya no eran los odiosos peajes, ni siquiera el déficit de infraestru­cturas o la tardanza del AVE lo que envenenaba la relación. Era un sentimient­o de injusticia y rabia que crecía día a día, y de ahí se pasó, sin solución de continuida­d, a la ruptura, a pesar de que el simulacro de referéndum fue un fiasco.

Y aquí radica el arco de bóveda de la discordia, en la falta de acuerdo sobre la etiología del problema. Mientras para los que aspiran a una soberanía, es una cuestión política –el respeto a la voluntad del pueblo catalán– que se funde con el sentimient­o, para los que se sienten catalanes y españoles, el problema es a la vez jurídico (la soberanía recae en el conjunto del pueblo español) y existencia­l.

Aquí es donde estamos atollados porque ni la desconexió­n se puede imponer con una simple mayoría ni se evita con una res- puesta fría desde la legalidad, y manca, coja y tuerta políticame­nte. La ley ya no es suficiente.

La crítica irredenta, la contraried­ad endémica, contentar a los afines, seducir a los adversario­s, convencer a los agnósticos, dormir mal… para qué seguir. El oficio de presidente es duro. Aquel que no pueda soportar tanta desventura o no tenga la afición suficiente, tiene que cambiar rápidament­e de profesión, sin esperar a la próxima derrota.

En la catedral de Ávila reposan los restos del primer presidente de la democracia restableci­da, impulsor de la Constituci­ón y el Estatut de Catalunya. El epitafio resume su empeño conjunto con Tarradella­s: “La concordia fue posible”.

Pasadas las elecciones autonómica­s y generales, cuando los catalanes hayan depositado su confianza en quienes propongan una forma diferente de hacer las cosas –a través de la negociació­n y no de la impo-

Ambas partes son consciente­s de que los grandes países europeos tienen en el respeto a la diversidad su mayor fortaleza

sición– en el logro de nuevos derechos y no en su merma, habrá que volver a empezar, con nuevos actores, nuevas ideas y siempre con las enseñanzas de la historia encima de la mesa.

Quiero pensar que la concordia –desde la confianza y la lealtad– es aún posible, porque a nadie se le escapa que ambas partes son consciente­s de que los grandes países europeos –con capacidad para crecer y proyectars­e al futuro– tienen en el respeto a la diversidad su mayor fortaleza.

Y ahora que Jordi Pujol ha dejado de ser el gran timonel, una primera medida podría ser renombrar el aeropuerto de Barcelona-El Prat Josep Tarradella­s.

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JOMA

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