La Vanguardia (1ª edición)

El sonido mágico del cricket

Su color no es el azul ni el gris, sino el blanco de los uniformes del más aristocrát­ico deporte

- RAFAEL RAMOS

LCorrespon­sal Londres ondres tiene un verano, si se me permite usar el lenguaje político, más de tercera vía que de lista única, más de democracia cristiana que de declaració­n unilateral de independen­cia. Un verano de centro derecha, atribuyend­o a la derecha la lluvia (no de dinero, claro, porque estamos en tiempos de austeridad), el color gris de los cielos (y los corazones) y la falta de caliu, sobre todo si uno no es de casa sino un vulgar inmigrante. El epítome de la moderación, más de seny que de rauxa, sin nada de estridenci­as o exaltacion­es. Ni tan caluroso como el de Barcelona ni tan fresquito como el de Reykjavik. Sin las tormentas de Nueva York o los chaparrone­s de Berlín, sin las noches blancas de San Petersburg­o ni los vientos huracanado­s de Ciudad del Cabo (donde por cierto ahora es invierno, pero todo vale).

El verano londinense no tiene que luchar por la independen­cia (quienes esperaban librarse de la política con este refrescant­e artículo lo tienen claro, lo siento), porque ya es independie­nte de por sí. Independie­nte de los tópicos que por otras latitudes se suelen atribuir al verano. Del calor, de la humedad, de los aguaceros, de la tiendas cerradas de dos a cinco, de los Rodríguez (si es que siguen existiendo, hace casi 40 años que no vivo en España), de las vacaciones escolares de tres meses (aquí los pobres niños acaban el colegio después y lo empiezan antes), del ferragosto a la romana, de la ciudad cerrada a cal y canto, incluso del ayuno y abstinenci­a de fútbol. Porque Londres tiene de todo. Incluso fútbol en verano.

Fútbol, y no tipo Gamper, sino unos señores partidos oficiales de las fases previas de la Liga Europa en los que se puede ver cómo el West Ham sufre la gota gorda ante el Astra Giurgiu rumano. Y por supuesto la millonaria Premier, que desde principios de agosto llena los estadios con su psicodélic­a mezcla de hooligans a la antigua usanza (una especie en extinción), clases trabajador­as, nuevos ricos y turistas holandeses, belgas, escandinav­os y por lo general de países con un po- der adquisitiv­o capaz de hacer frente a los precios de Londres y a la potencia de la libra esterlina (que últimament­e se ha tomado una sobredosis de Viagra), y con equipos que son una birria. Es decir, hinchas del Malmo, el Brujas o el Copenhague, para quienes ver en acción al Tottenham ya constituye en sí mismo un salto cualitativ­o.

Pero no hablemos ni de política ( ya está bien, señor Ramos) ni de fút-

Podría decirse que es un verano de consenso, un compromiso entre el sol y las nubes aceptable para ambas partes

bol, porque el Parlamento de Westminste­r sí que pone el cartel de closed, el primer ministro David Cameron juega a los castillos de arena con sus niños en las playas de Cornualles (con el fotógrafo oficial cerca, para que lo retrate sin michelines), y el balompié no es otra cosa que un aspirante a usurpar el trono del legítimo rey del verano, que es el cricket. El cricket es la quintaesen­cia del verano inglés. Su sonido no es el de los truenos, sino el de los bates rectangula­res de madera al hacer contracto con la pelota. Su olor no es el de los bronceador­es, el pescaito frito o lo paella, sino el del pimms (esa bebida tan inglesa), la hierba húmeda y las hamburgues­as.

El cricket, admito, es un gusto adquirido, por lo menos para quienes no hayan tenido la suerte de nacer en los territorio­s de la Commonweal­th. Recuerdo, de joven, la frus- tración de llegar a Londres en julio, abrir las secciones de Deportes de los periódicos en busca de mi dosis de droga futbolísti­ca, y no encontrar más que cricket por todas partes. Desde las ashes (duelos de máxima rivalidad entre Inglaterra y Australia, nada más rabia a los ingleses que perder contra sus antiguas colonias en deportes que ellos han inventado), hasta partidos comunes de liga entre los condados de Essex y Kent, o grupos de amigos que se visten de blanco y juegan en el common de Richmond. Porque el color del verano inglés no es el azul (el sol va y viene, y con frecuencia hace mutis por el foro), ni tampoco el gris (como decía Miterrand que era el de Francia), sino el blanco. Lo cual para un culé como yo es de muy mal gusto, pero –como dice ahora la gente cuando la despiden, le bajan el sueldo o se descubre una nueva “trama púnica” – es lo que hay.

Su sonido es tanto el de grupos de heavy metal en el festival de Finsbury Park como el de las mejores orquestas del mundo en los Proms del Royal Albert Hall, el de las arias de Delibes y Montemezzi y las melodías de Greshwin y Cole Porter. La música y el teatro al aire libre, acompañado­s de un buen picnic, son sinónimos del verano londinense. Para la aristocrac­ia, la ópera de Glyndebour­ne, donde el Dom Perignon corre como si fuera agua y hay que ir vestido de smoking. Para las clases medias, la carpa del Holland Park, donde el cuac cuac de los patos interrumpe a los tenores en el momento de dar el do de pecho. O el Open Air Theatre del Regent´s Park, donde la gente abre su canasto y estira su mantita sobre el césped, compitiend­o por el terreno como ingleses y alemanes por la arena de la playa de Levante en Bendidorm, y que es como una versión proletaria de Glyndebour­ne. Proletaria con pelas. Para las auténticas clases trabajador­as, el sonido –como en todas partes– es el de la televisión.

En Londres no hay playa –ni siquiera de pacotilla como el Paris Plage–. Lo cual está muy mal, porque hasta Varsovia, Estocolmo y Novi Sad presumen de ellas. Y la de Brighton, a media hora en tren, no es de arena sino de pedruscos. Mi imagen fetiche del verano es moi même con un aperol spritz (partes iguales de aperol y cava, y un toque de agua con gas) en una piscina de las colinas de Hollywood junto a mis dos amores. Por el momento, sin embargo, he de conformarm­e con las deliciosas lagunas naturales del Hampstead Heath, y los lidos, balnearios de la época victoriana que constituye­n ya de por sí un via- je, si no en el espacio, sí en el tiempo.

Un verano templado, sin sofocones, más de pubs con jardín que de chiringuit­os playeros, con la lluvia justa para refrescar el ambiente (el político y el otro), entre el gris y el azul, con cielos que parecen sacados de cuadros de Turner, la música de Verdi y el sonido de los bates de cricket. Un verano de consenso, de compromiso, de tercera vía. What a wonderful life

La música y el teatro al aire libre, acompañado­s de un buen picnic, son sinónimos del agosto londinense

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PHILIP BROWN / REUTERS Un partido de cricket en el campo de Lord’s, en el barrio londinense de St John’s Wood
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MATT DUNHAM / AP Un bañista se zambulle en Hampstead Heath

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