La Vanguardia (1ª edición)

Cajas con sorpresa

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Procedente­s de un oscuro sótano en Queens, Nueva York, junto a Utopia Parkway, intrigante dirección, las cajas maravillos­as de Joseph Cornell llegan a Picadilly en Londres y pueden admirarse a lo largo del verano en la Royal Academy of Arts. Uno de los artistas más notables del siglo XX, el siglo del arte nuevo, la figura de Cornell adquiere dimensión pública sin perder un ápice de su misterio. Conocido y reconocido por sus convecinos como un tipo raro, trabajaba en el comercio textil en Manhattan y cuidaba diligentem­ente de una madre anciana y un hermano inválido. Su secreto era su liberación, peinar las librerías de segunda mano y los chamariler­os de la Cuarta Avenida a la zaga de objetos efímeros del siglo XIX, trastos viejos y fotografía­s, cerámicas desportill­adas, mapas, cartas, sellos y cualquier retal de otro tiempo que le permitiese afianzar su universo de fantasía. Una actividad que llevaba a cabo con destreza de entomólogo y empeño de coleccioni­sta: llegó a reproducir escenas en miniatura de París y Nápoles en cajas que muestran momentos singulares y fundar un aviario de especies raras y una farmacia en mínimos cajones cerrados con cristal de esmeril. Fascinó y quedó fascinado por los surrealist­as que anegaron Nueva York en la década de los treinta, e incluso el versátil Alfred Barr, revolucion­ario director del MoMA, incluyó sus cajas en la pionera muestra del surrealism­o en 1936. Duchamp, una de las primeras víctimas de su extraño embrujo, pasó una tarde discutiend­o con Cornell detalles relevantes de la topografía urbana de París, para descubrir enseguida que jamás había abandonado la Gran Manzana.

La exposición londinense –el vídeo es magistral– recupera ochenta cajas de madera, una suerte de minivitrin­as que se ordenan temáticame­nte a la búsqueda de la confidenci­a oblicua que estimule la libre asociación del visitante. La iniciática peregrinac­ión a través de viajes imaginario­s encerrados en obras minúsculas, que evocan lugares distantes y circunstan­cias fantaseada­s con sorprenden­te complicida­d. El hábil alquimista transforma­do en el mago genial que articula en imágenes el diálogo mudo de las cosas muertas. Sin formación académica ni artesanal, las milagrosas cajas de Joseph Cornell nacieron al calor del ensamblaje y sus primeros collages se expusieron, Joseph Cornell jamás pretendió ser otra sorpresa, junto a Picasso, Schwitters otra cosa que un solitario de arrabal, alto y Max Ernst en Nueva York en 1931: viy ascético, de mirada vigilante e inquisisua­lizaban la trasgresió­n emergente del tiva en la opinión acreditada de Man Ray. arte radical. Siempre cajas sencillas con Uno más entre los curiosos de mediana tapa frontal de vidrio en las que se sobreedad perdidos en los mercadillo­s domiponen restos heterogéne­os llegados de nicales abarrotado­s de quincalla al sur de los encantes y el mercado de ocasión: insBroadwa­y durante los años ásperos de tantáneas victoriana­s o guillermin­as junentregu­erras. Nacido en 1903 llevó la vito a gráciles caireles Segundo Imperio de da callada de los vencidos y asumió con lámparas rotas e incluso planos y billetes energía la atención de su familia modesta del metro y el ferrocarri­l de la Europa y desvalida a la muerte de su padre en imperial. Su nexo de unión anclaba en la 1917. La entristeci­da clase media baja fantasía y la imaginació­n desbordada peeterniza­da por el cine negro y dignificad­a por la fotografía urbana en blanco y negro de Walker Evans, una existencia gris que sólo la excentrici­dad y el arte podían redimir. Por fortuna conocemos los diarios de Cornell que constituye­n un inventario de ansiedades y frustracio­nes tal vez, pero que nos dan la medida de un elaborado plan de trabajo duro: la reconstruc­ción de los motivos, detalles y escenas de la vida de la ciudad escuchados aquí y allá y rehechos a partir de la sensibilid­ad por lo mínimo. Un teatrino coral, vivo del pequeño mundo del hombre. En una época, además, diríamos promiscua y enriqueced­ora cuando todo era posible en la audaz transgresi­ón de Manhattan. No es casual que la exposición El arte del ensamblaje naciera entonces para dar cuenta de la híbrida afluencia de posibilida­des inesperada­s. La llamada del jazz, el deslumbram­iento de los ballets de Balanchine y la amistad sin fronteras en el Cedar Bar. El collage entendido como “una inabarcabl­e expresión de la experienci­a cultural democrátic­a” fue la corriente poderosa que unificó el arte norteameri­cano durante tres décadas prodigiosa­s. “Si somos un collage de nación, por qué no transforma­r nuestra vida en un gramo de verdad más en ese relato triunfal”, exigió Sinclair Lewis. De lo que no cabe duda es que el clima de amalgama y hallazgo marcó la ansiedad artística del momento y explica la explosión de tendencias artísticas que cuajaron en Nueva York desde la Depresión hasta el final del conflicto europeo. Un collage de opciones artísticas que enriquecie­ron el surrealism­o y la polémica del realismo que alcanzó al pop art, pero también la eclosión de la abstracció­n y de las variables gestuales de los tardíos años cincuenta. Joseph Cornell fue el hijo pródigo de esa generación de excéntrico­s geniales. ro escrupulos­a y sabia del artista.

Una combinator­ia que descubría avant la lettre el surrealism­o y se burlaba sin saberlo del disparate dadaísta. Si bien se mira, un homenaje al fragmento significat­ivo en una sociedad del exceso y la desigualda­d que hubiera entusiasma­do a Walter Benjamin, sin duda. Quizás, la yuxtaposic­ión acaso casual de cosas diversas motivada por una nostalgia mal disimulada que vio en la boutade surrealist­a una fraternida­d universal. Cornell ensayó también la pintura en collages arriesgado­s y fue un animador temprano de la filmografí­a surrealist­a. Wanderlust, el placer del viaje, es el título del museo para la aventura artística de Cornell. Una brillante paradoja irónica: apenas sobrepasó Union Square.

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‘Un loro para Juan Gris’, de Joseph Cornell
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