Jacques Tati o la torpeza subversiva
El genio francés vuelve a los cines con el reestreno de ‘Las vacaciones del señor Hulot’, y a los anaqueles, con una antología digital
Ninguna sonrisa ha sido tan incivil y política como la que propuso Jacques Tati con la creación de su heterónimo cinematográfico Monsieur Hulot, cuyo veraneo en Saint Marc sur Mer ha vuelto al cine este agosto. Hulot, con su proverbial torpeza desparramada en los filmes Las vacaciones del señor Hulot(1953), Mi tío (1958), Playtime (1967) y Tráfico (1971), creó una sofisticada forma de acción política, insumisa del progreso material y tecnológico, rousseauniana y nostálgica en su naturaleza, pero a la vez ligera, amable y alérgica a toda gravedad. Densa e insobornable en su posicionamiento contra lo urbano y lo mecánico y en cuanto contiene de elegía a la vida sencilla. Jacques Tatischeff (su nombre real revela su origen, ruso y noble) se apoyó en Buster Keaton y Charles Chaplin para expresar su consternación frente al mundo cambiante, y asumió el Emilio de Jean Jacques Rousseau, concepto fundador del reaccionarismo moderno, para convertirlo en un cine que denuncia la banalidad tecnológica con la misma intensidad con que celebra la vida. Tati fue un indiscutible hombre de su tiempo: todo el humanismo de mediados del siglo XX se había vuelto rousseauniano, es decir romántico —ruralista, nostálgico y antimoderno— porque al progreso científico-técnico se atribuían las dos guerras mundiales y sus inasumibles horrores. Tati no era distinto en esto de J. R. R. Tolkien, por mencionar uno que tras sobrevivir a las trincheras del Desastre del 14 puso a los árboles a hacer la guerra contra los fuegos de la industria. Pero literalmente: el bosque de Fangorn ataca y destruye Isengard. En defensa de Rousseau es de justicia decir que cuando elevó su idealización del salvaje —influido por una superficial contemplación de las tribus tropicales, un mal común de los siglos venideros— y fijó la concepción idealizada de la infancia que hoy es hegemónica, lo que pretendía era emancipar al hombre del pecado original, ese con el que la iglesia cristiana se convertía en acreedora espiritual de todo neonato haciéndolo titular de una hipoteca moral que habría de saldar con la diócesis a lo largo del resto de su vida. Lo que no calculó Rousseau es que al sostener que era la sociedad la que corrompía al hombre, bueno por naturaleza, estaba reproduciendo el mito del jardín del Edén: el conocimiento como condena, la ig-noranciacomovirtud. Nopornada, la etimología sanciona que inocente es “ausente de saber”. Hulot siempre fue esa inocente criatura rousseauniana, tan problemática para sí misma como para los demás por su nihilismo social y su indómita relación con el orden civilizado. Por supuesto, la acción de Hulot nunca es agresiva ni alberga otra intención destructiva que la conquista de una libertad que el personaje ejerce sin parar. Es su incapacidad para desenvolverse en la cartesiana vida moderna, para entender el ceremonial de los transportes, el uso correcto de un paso de cebra o de un grifo monomando, lo que provoca la sucesión de situaciones cómicas que se agolpan en sus películas, casi mudas. En su involuntaria impugnación del próspero y sofisticado mundo occidental, Hulot —personaje que tiene su germen en Día de fiesta (1949), en el cartero que abraza la novedad y quiere aplicar en su pueblo métodos urbanos de reparto en bicicleta con catastróficos resultados— empieza desbaratando el veraneo de la burguesía francesa de la Cuarta República. A pesar del título de la película vacaciones y veraneo son asuntos sutilmente distintos en castellano, y siendo Tati buen conocedor de la región, no cabe que se equivocara. Las vacaciones del señor Hulot, que fue candidata al Oscar en 1956, coloca las torpezas y agravios de Hulot, pipa y paraguas en ristre, como factor corrector de los placeres pautados de las pujantes nuevas clases acomodadas de la Francia reconstruida. Algo así como una vindicación de los placeres desordenados y ruidosos frente al férreo horario de balneario que dirige a la población veraneante de Saint Marc sur Mer, enclave de la región del Loira Atlántico donde hoy Tati, mejor dicho, Hulot, cuenta con una estatua asomada a la arena que reproduce la característica pose, brazos en el talle, nariz y pipa al viento, del hombre de la eterna gabardina. La enorme popularidad del filme en Francia hizo que las autoridades, varias décadas mas tarde, rebautizaran la playa Saint Marc como Playa de Monsieur Hulot. Un lustro después, Tati impugnó la novísima domótica y el taylorismo laboral en Mi tío (premio especial de jurado en Cannes y Oscar a la mejor película de habla no inglesa), la única película en la que el solitario Hulot disfruta de compañía. De forma elocuente, considerando la naturaleza rousseauniana de Hulot, su acompañante es un niño, su sobrino. Dos niños, pues, en liza con el mundo. La batalla que establece con la ini-nteligible vivienda unifamiliar de su hermana y su cuñado en Mi tío estaba preparando su siguiente órdago, que sería contra Le Corbusier y contra el racionalismo geométrico de cemento y acero a que dio lugar su obra y la de sus muchísimos legatarios durante la reconstrucción de la Europa de posguerra. Playtime –para cuyo rodaje Jacques Tati hizo construir una completa ciudad falsa, Tativille, en un gigantesco decorado al aire libre diseñado por Guy Maugin–, denuncia el colosalismo antihumano de la arquitectura y el urbanismo contemporáneos, sea en gigantescos edificios de oficinas, aeropuertos o estaciones intermodales. A la postre, el coste del rodaje de Playtime acabaría con la productora de Tati y lo obligaría a mudarse al Reino Unido. A esas alturas, ya había quedado claro que el cine de Tati estaba recorrido por una idea recurrente y diseminada en cada película, una idea que sumada, constituía todo un tratado contra los aspectos más caprichosos de la modernidad. Sin embargo, esta pugna con el progreso se expresaba desde la ligereza y el buen humor, como si, en el fondo, las molestias que Hulot y el mundo se causaban mutuamente carecieran de importancia. Por eso se antoja casi inevitable que acabara denunciando la alienación automovilística en Tráfico, toda vez que la circulación rodada se ha erigido en el principal catalizador del malhumor civilizado. Tráfico, rodada como un telefilme dada la precaria situación financiera de Tati, fue la última película que protagonizó su sosias Hulot, un individuo solitario y sustancialmente asocial que no obstante siempre actúa de buena fe, movido por una especie de curiosidad innata por la novedad, que acabará desbaratando con su esencial impericia. En Tati, al que hay que lamentar que aún nadie haya biografiado en el cine –su extraña peripecia hasta convertirse en cineasta y su final, casi olvidado y con problemas económicos, bien lo merecen– hay también un artesano, un Méliès vocacional, y quizá esa estupidez locomotriz no fuera otra cosa que una expresión de su admiración por los habilidosos —músicos, malabaristas, magos y acróbatas–, con los que convivió en cabarés y teatros acabada la II Guerra Mundial y a los que rinde homenaje en Zafarrancho en el circo (1974), su último largometraje, también rodado como telefilme, e incluido, como las anteriores, en la antología en BluRay que edita A Contracorriente. De esta devoción por la habilidad da cuenta un guión desconocido de Tati –escrito a principios de los 50–, rescatado y sublimado por el director de animación Sylvain Chomet: El Ilusionista (2010) –candidata al Oscar y al Globo de Oro–, que cuenta las andanzas del mago Tatischeff (apellido real de Tati) que trata de ganarse la vida en pequeños locales de music-hall y teatros en la Europa de los 50, cuando el interés por los espectáculos en vivo declina ante el empuje del cine y el rock. El prestidigitador Tattischeff recala en un pueblo escocés y allí se le une una adolescente que lo acompañará a Edimburgo, donde el mago abandona su oficio. La película fue escrita por Tati y su colaborador habitual Henry Marquet, y remitida por el cineasta a su hija mayor, Helga Marie-Jeanne Schiel, de la que se hallaba distanciado. La combinación de habilidades y pequeñas torpezas del viejo mago que Chomet compuso con el rostro de Tati suponen una yuxtaposición de Hulot (el torpe) y Tati (el genio del cine), y el mejor homenaje que el cine francés ha dedicado a uno de sus maestros, pues esta fantasía de dibujos animados, póstuma y apócrifa es el único vestigio de la obra de Tati en el cine galo. Quizá por haber sido coetáneo de la explosión creativa de la nouvelle vague, tan influyente a la larga, y aunque al cine de Tati no le faltó estima crítica ni reconocimientos, apenas dejó una influencia rastreable, si exceptuamos algún reconocimiento fugaz, como el de François Truffaut incluyendo un fugaz cameo de Hulot en Domicilio conyugal (1970). La paradoja radica en que el cine italiano sí recogió el testigo, y directores que, como él, escriben, dirigen y protagonizan sus películas creando heterónimos que son en alguna medida autorretratos, como Nani Moretti o Roberto Begnini, revelan su influencia. Hay mucho Tati en el Guido de La vida es bella (1997), pero también en el Moretti atribulado protagonista de Caro diario (1993), dignos albaceas de la ligereza, el contento y la desmaña del sonriente hombre del gabán.
PERSONAJE INMORTAL El torpe señor Hulot protagonizó las cuatro películas más recordadas de Tati CONTRA LA MODERNIDAD El cine de Tati refleja la insumisión del hombre sencillo al exigente progreso