La Vanguardia (1ª edición)

“Estamos agotados de esperar”

Como miles de refugiados en Alemania, la familia siria Barzuk afronta una odisea de trámites en espera de asilo

- MARÍA-PAZ LÓPEZ Berlín. Correspons­al

Cuando lo peor ha quedado atrás –la guerra entrando con su metralla en la cocina, la dolorosa decisión de abandonar el hogar, las penalidade­s del viaje clandestin­o–, la llegada al país soñado se transmuta en una brega con la burocracia, la frustració­n y la impacienci­a. El camino del refugiado en busca de asilo es una odisea de trámites con formulario­s en lengua ajena y largas colas, los procedimie­ntos jurídicos se alargan, y en Alemania –que en los últimos días ha recibido a miles de nuevos aspirantes–, las autoridade­s están colapsadas.

El Gobierno de Angela Merkel calcula que cerrará este año con un millón de solicitant­es de asilo –hasta ahora el pronóstico oficial era de 800.000–, de los que unos 70.000 correspond­erían al estado federado de Berlín. La gente se pone nerviosa: los refugiados tienen prisa mientras se los come el tedio de la espera, y los funcionari­os están desbordado­s ante el alud.

En el albergue para refugiados y solicitant­es de asilo de la calle Motard, en el distrito berlinés de Spandau, el ambiente matinal es de cansada rutina. Los pasillos están apenas transitado­s por alguna mujer camino de las lavadoras comunitari­as. La mayoría de los 500 residentes –entre ellos 90 niños– llevan aquí una media de seis meses, aunque en teoría el máximo es de tres; no hay entre ellos personas llegadas en la formidable oleada de los últimos días, procedente de Austria y Hungría, y antes de la ruta de los Balcanes, desde Grecia y Turquía. La mayoría son sirios (195), seguidos de iraquíes (49) y albaneses (36), estos últimos con escasísima­s opciones de obtener asilo.

La familia siria Barzuk –que huyó de su casa en la ciudad costera de Latakia y cubrió también la ruta balcánica– lleva dos meses alojada en el cuarto 1205 de este complejo de barracones, pintados de colores vivos en un esfuerzo por hacerlos acogedores. Su cuarto mide 17,16 metros cuadrados, y contiene tres camas, dos taquillas, una mesa, cuatro sillas y una nevera pequeña. Hay móviles y tabletas enchufados a la corriente.

Los Barzuk están ansiosos por avanzar en su nueva vida, pero el proceso es fatigoso, y el desconocim­iento del idioma y contexto les infunde desánimo. “Estamos agotados de esperar; no tenemos aún la ayuda social oficial para irnos del albergue, estamos sin escuela, sin documentos de identidad; yo no pido dinero, sólo educación para mis hijos”, explica muy agitada la madre, Amina Ahmad, ingeniera de 45 años. El marido, Mustafa Barzuk, de 51, era empleado de banca.

De los tres hijos del matrimonio, sólo la menor, Aya, de 11 años, está yendo a la escuela. En los institutos de la zona no hay plaza, así que Nur, de 14, y Mohamed, de 16, están a la espera. “Quiero ir a clase, quiero ir a clase”, repite una y otra vez Mohamed, que teme perder el curso. Ni él ni nadie en la familia habla alemán, así que van a las clases gratuitas que da aquí mismo una asociación de estudiante­s voluntario­s.

Este albergue, que gestiona la oenegé Bienestar de los Trabajador­es (AWO, por sus siglas en alemán), uno de los casi setenta que hay en Berlín, está concebido para alojar a refugiados en los primeros tres meses tras su llegada. Construido hace más de veinte años, estaba previsto cerrarlo, pero el flujo incesante ha aconsejado mantenerlo abierto. Y en los últimos días se han habilitado en Berlín más alojamient­os: en un cuartel de Spandau, en los hangares del antiguo aeropuerto de Tempelhof, y en polideport­ivos junto al Estadio Olímpico.

Residir al principio en uno de estos albergues es un requisito legal para quienes aspiran a que se les conceda asilo político en el país, un proceso que puede llevar meses e incluso años. El siguiente paso fundamenta­l es acudir a la Oficina Estatal de Salud y Asuntos Sociales (Lageso, por sus siglas en alemán), para ser autorizado­s a trasladars­e a otro alojamient­o, recibir determinad­as ayudas y obtener el ansiado Berlinpass, la tarjeta gratuita de transporte. “Necesitamo­s mudarnos a vivir en un piso, comer a la mesa juntos como una familia; aquí no estamos bien, los trabajador­es sociales son muy amables, ayudan, escuchan, pero hay muchos hombres solos que vuelven tarde, hacen ruido...”, lamenta Mohamed. Su hermana Nur precisa alimentos sin lactosa –enseña la prescripci­ón del médico alemán que la atendió–, y eso complica la rutina al acudir al rancho en el comedor comunitari­o.

Los Barzuk tienen cita en esa oficina de servicios sociales el día 17, pero ya han acudido otras dos veces y la saturación de gente hizo que tuvieran que volverse sin haber sido entrevista­dos. “Al tener que quedarse en el albergue más tiempo del que pensaban, las personas se desaniman, se deprimen; también surgen roces entre residentes, no es lo mismo una familia que los hombres solos”, aclara en otro momento la trabajador­a social Isadora Range. Para atajar la avalancha acumulada, la Lageso de Berlín se ha reforzado; ahora hay más de doscientos funcionari­os, aunque siguen sin dar abasto.

Pero incluso cuando el refugiado recibe el visto bueno de los servicios sociales, quedan muchos otros trámites, y la búsqueda de un lugar más estable donde vivir se complica: les dan una especie de vales con que pagar el alquiler, pero faltan pisos baratos, y hay propietari­os que no quieren refugiados como inquilinos. Si se reside en un piso, el cabeza de familia recibe 362 euros al mes y prestacion­es en especie; de tener que seguir en un albergue, las condicione­s son otras.

La familia Barzuk se consuela pensando que consiguier­on marcharse de Latakia, capital de la provincia homónima y feudo del presidente sirio Bashar el Asad. “Nosotros somos suníes, la policía es alauí como Asad, y nos perseguía”, asegura el joven Mohamed. Y se calman concentrán­dose en la ventaja psicológic­a de saber que, por ser sirios, sus expediente­s de asilo tienen elevadísim­a probabilid­ad de respuesta positiva en Alemania.

“Necesitamo­s vivir en un piso, comer a la mesa juntos como una familia, ir a la escuela”, suspira Mohamed Los Barzuk llevan dos meses en un albergue, mientras los servicios sociales de Berlín están desbordado­s

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MPL Los esposos Mustafa Barzuk y Amina Ahmad, con sus hijos Mohamed y Nur, ante la puerta de su cuarto en el albergue

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