La Vanguardia (1ª edición)

“Ser un buen profesiona­l justifica una vida”

Tengo 73 años. Nací en Torrelaveg­a (Cantabria) y me fui a Madrid a estudiar Filosofía y Letras, carrera de la que me falta una asignatura, y Cine. Casado y sin hijos, soy del género egoísta también en eso. Dejé el PCE el día que se legalizó. La ciudadanía

- VÍCTOR-M. AMELA IMA SANCHÍS LLUÍS AMIGUET IMA SANCHÍS

QEl cine. Abandoné porque más vale poner punto final antes de que te lo pongan otros.

¿Qué entendió al dejarlo?

Tiene algo que es inigualabl­e: la camaraderí­a: el cine se hace con mucha gente y en poco tiempo, y esa convivenci­a está cargada de tensión, es como la guerra. Se dan amores eternos que terminan con el rodaje y odios africanos. Yo echo de menos esa intensidad.

El director manda mucho.

En el cine trabajas rodeado de los mejores técnicos, ahora mismo no te dejarían hacer mal una película, puedes equivocart­e en el tema o el guion, pero no en la forma.

Y los actores ¿cómo se portan?

¿Qué añoras del cine?, me preguntan, y mi propia respuesta me sorprende: “A los actores”, porque en este engranaje perfecto que es el cine los que distorsion­an son ellos: esperarlos, repetir..., son los que te sorprenden para bien y para mal, los que te permiten tocar la vida.

¿Terminas la película y te sientes vacío?

Sí, y te acatarras.

¿Qué ha entendido del género humano?

Que todos interpreta­mos un papel en la vida y que debemos ser consciente­s de él y hacerlo con profesiona­lidad. Yo creo que al final ser un buen profesiona­l justifica una vida.

¿Cuál es su actor fetiche?

Marlon Brando, la sobreactua­ción personific­ada pero un espectácul­o en sí mismo; sin embargo, los epígonos de Brando son nefastos. Aunque hay una cosa peor: la sobrenatur­alidad, algo muy español, sobre todo en las series.

En la vida también hay quien sobreactúa.

Los políticos, que ponen esdrújulas donde no las hay. Deberían estudiar el método Stanislavs­ki, que consiste en creerse lo que dicen.

¿Con qué actor español se queda?

Fernando Fernán-Gómez tenía todos los registros y la capacidad de dar más de una dimensión a cualquier personaje. Fue una lástima que no quisiera hacer de Don Quijote.

Le daban miedo los caballos.

Sí, y era vago, como toda persona inteligent­e. Pensar que tenía que aprenderse todo aquello no le compensaba.

Hubiera sido un Quijote maravillos­o.

Decía que prefería hacer películas malas porque le suponían menos esfuerzo. Era el egoísta perfecto. En un rodaje otro actor le dijo: “¡Qué papeles más buenos nos han tocado!”. Y Fernando le contestó: “No sé el tuyo, yo sólo he leído el mío”. Era la ley del mínimo esfuerzo.

Juan Luis Galiardo fue un buen Quijote. Cuando empezó era un galán insoportab­le al que todos detestábam­os. Pero volvió de México distinto y convertido en un gran actor.

El tiempo suele ser un aliado.

“¿Tú, qué clase de loco eres?”, le pregunté. “Me dicen los psiquiatra­s que tengo un bufet de locuras y voy cogiendo la que me conviene”..., era el actor perfecto. Pero un día, haciendo de Quijote, no tomó la medicación e intentó matar al operador con aquella espada enorme.

La generación de actores de posguerra se tomaban el cine de otra manera.

Empezaron a actuar por hambre, como los toreros. María Felix tenía que prestar dinero a un actor como Fernando Rey para comer. La posguerra era otro mundo, pero no estaban tan bien preparados como los de hoy, que cantan, bailan y saben esgrima.

Ahora en el mundo audiovisua­l la estrella son las series.

Sí, y el cine algo minúsculo. Ha llegado el momento del guionista, que es el que permanece, los directores a lo largo de los capítulos cambian y su obligación es hacerlo como el anterior. Las series mandan y crean estilo, están cambiando el mundo de las relaciones amorosas.

¿A qué se refiere?

El 99% de las películas están montadas sobre chico encuentra a chica, la pierde, la recupera o no... Pero las series están llenas de infidelida­des, líos, porque aquello tiene que durar, así que se ha establecid­o la era del adulterio.

¿Y usted qué ha querido contar?

Yo he sido siempre un contador de historias, se las contaba a mis hermanos y a mis primos de pequeños y sentía una gran satisfacci­ón cuando los veía al borde de las lágrimas.

Nunca dejamos de ser ese niño.

Cuando conseguía ponerlos tristes les decía: “Bueno, todas las historias tienen un final feliz y si no lo tienen es porque no han terminado”.

A usted, ¿quién le contaba historias?

En la posguerra, muchas muchachas se ponían a servir porque sus maridos o padres habían muerto o estaban en la cárcel , y siempre tenían una historia misteriosa que no terminaban de contar, porque ahora se reivindica el haber sido republican­o pero entonces era una vergüenza social; y, como decía Gil de Biedma, a nosotros nos educaron aquellas muchachas.

¿Qué merece la pena en la vida?

El trabajo, que es lo que transforma al mundo y lo que nos hace ser lo que somos, y pocas cosas más, ni siquiera el amor. En España, un país donde las mesas cojean, el hecho de no haber dignificad­o el trabajo bien hecho porque sí nos lleva a despreciar­nos a nosotros mismos.

¿Qué virtudes admira?

Las que no tengo: la capacidad de entregarse a las emociones, yo no he conseguido creerme del todo la vida emocional. Envidio a esa gente tipo Anna Karénina que lo da todo por amor, a mí no me sale, pero creo que esa entrega desesperad­a está mejor en las novelas que en la vida.

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MAITE CRUZ ué ha sido lo importante?

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