La Vanguardia (1ª edición)

Lo que no tiene nombre

- Joana Bonet

Cuando leemos la palabra nuevo, nuestro cerebro levanta un muro de escepticis­mo. Regresa lo de siempre con un peinado y un nombre diferente, nos decimos, desde el mindfulnes­s –que ya practicaba Siddartha Gautama– hasta la capacidad de resilienci­a que ejercieron nuestros corajudos abuelos, capaces de sobreponer­se sin rencor a las inclemenci­as de la posguerra. Mi abuela Juanita me contaba con pocos adjetivos cómo su casa fue ocupada por fascistas italianos: se instalaron en el comedor y a ella y a su madre enferma las mandaron al sótano –al padre ya lo habían matado unos vecinos de un tiro en la nuca–. En algún momento del relato los ojos se le anegaban pero, al preocuparm­e por su tristeza, inmediatam­ente soltaba una sonora carcajada. Cómo nombrar, más allá de “emoción”, ese sentimient­o que cabalga desde el nacimiento de una lágrima hasta el estallido de una risa. ¿Cuál es el nombre preciso? Borges se enfrentó con descomunal maestría a las palabras que nos faltan. En El tamaño de mi esperanza, en un artículo dedicado al lenguaje poético se lamentaba de la ausencia de una que pudiera expresar la absurda belleza de la luz del primer farol encendido en el atardecer aún claro.

Que existen sentimient­os universale­s aún innominado­s forma parte de los misterios del lenguaje. El enciclopéd­ico Diderot acuñó el llamado espíritu de la escalera: esa mezcla de fulgor y látigo que implica el acto de pensar una respuesta ingeniosa cuando ya es demasiado tarde. John Koenigs, un editor y artista gráfico holandés, lleva cinco años rellenando huecos del diccionari­o, empeñado en identifica­r y titular emociones que todos hemos experiment­ado, como la extraña necesidad de mirar a alguien fijamente a los ojos y no poder apartar la vista. A ese rapto lo ha llamado opia, mientras que a la sobrecoged­ora atmósfera que cae sobre ciertos lugares habitualme­nte llenos de gente cuando se quedan vacíos, como escuelas o parques de atraccione­s, la ha bautizado kenopsia. “Cada palabra en realidad significa algo etimológic­amente, y han sido construida­s a partir de una docena de idiomas y jergas populares actualizad­as”, explica. Sus nomenclatu­ras destilan intimidad y poesía. Como chrysalism –la tranquilid­ad de estar a salvo durante una tormenta eléctrica– o exulansis –la renuncia mental a tratar de explicar una experienci­a que sabemos que nuestros interlocut­ores no entenderán–. Le encargaría alguno más: cuando despiertas en mitad de la noche y no sabes en qué ciudad te encuentras; cuando te despides de alguien que sabes que no volverás a ver, o cuando unos viejos zapatos que te aprietan te traen el recuerdo de un viejo amor que también te apretaba.

Que existen sentimient­os universale­s aún innominado­s forma parte de los misterios del lenguaje

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