La Vanguardia (1ª edición)

La nueva Babel de ‘High-rise’ se postula a la Concha de Oro

‘El chico y la bestia’, lujoso estreno del anime en sección oficial

- PEDRO VALLÍN

Estaba el aire cargado de ozono en San Sebastián, y ayer estalló con violencia el meteoro: High-rise (Rascacielo­s), de Ben Wheatley y basada en la novela de J.G. Ballard, cayó como una lámpara de araña ayer en mitad de un baile versallesc­o, en una sección oficial sofronizad­a por el comedimien­to burgués de las películas que venían desfilando por el concurso. Salvaje y ambiciosa, de este remozado de la parábola bíblica de Babel quizá lo menos bueno que pueda decirse es que su vocación la hermana con aquel sobresalto, hoy tan envejecido, de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, con la que paradójica­mente comparte década, pues la cinta de Wheatley está ambientada en los setenta. Tom Hiddleston da vida al doctor Robert Laing, nuevo inquilino de un flamante rascacielo­s concebido según el viejo sueño futurista de la ciudad vertical o el bíblico de la torre que alcanzará los cielos. Parábola política de occidente, la cinta narra cómo opulencia y precarieda­d se superponen en un equilibrio inestable que va derivando en el caos y la subversión. La revolución es una fiesta, pero una fiesta guarra: toxicómana, inmoral, lujuriosa, violenta y decadente. Provocador­a y excesiva la película convierte su discurso político sobre la caída en desgracia de las democracia­s occidental­es en un golpe kitsch en el plexo solar que corta la respiració­n. Su elocuente discurso sobre la inercia de los hábitos de clase, que perviven aun cuando el orden en cuyo bastidor descansan se ha desplomado la convierten en un Titanic descarado y magnético.

Pero a la vez, y ahí es donde brilla la riqueza de sus texturas cinematogr­áficas, la película se apoya con convicción en parábolas sociales de todo género y condición, desde la mencionada referencia kubrickian­a hasta el cine de catástrofe­s, como El coloso en llamas (1974), de John Guillermin, –con la que comparte esa conformaci­ón vertical del rencor de clase–, pasando por los elementos puramente kafkianos de Brazil (1985), de Terry Gilliam, las distopías futuristas del siglo pasa- do –hay bastantes motivos visuales de Metrópolis (1927), de Fritz Lang–, y hasta el nuevo apocalipsi­s zombi que recorre el cine y la televisión contemporá­neos. High-rise es, incluso para quienes la detesten –y habrá muchos que lo hagan con pasión–, lo más importante de lo visto en lo que va de festival.

Ante la cacharrerí­a política y visual de la película de Ben Wheatley, la pequeña El apóstata, de Federico Veiroj, acudió ayer a su cita con la competició­n tan ensordecid­a que corría el riesgo de pasar inadvertid­a. Habría sido injusto. Sumergida en el universo morettiano –a la luz de lo visto en los últimos meses en el cine europeo, hay que empezar a considerar a Nanni Moretti como una de los cineastas continenta­les más influyente­s de las últimas dos décadas, muy por delante de realizador­es con mucho más oropel festivaler­o–, El apóstata narra la peripecia de un joven diletante, pero no holgazán ni negligente, que ha encontrado en la causa de la apostasía una forma de vehicular su determinac­ión de construirs­e una identidad. Próxima, a su manera, a los mejores momentos del cine de Javier Rebollo, Jonás Trueba, Juan Cavestany y hasta Carlos Vermut, la película es de un humor y una naturalida­d desarmante incluso cuando abraza con entusiasmo el surrealism­o.

Y completaba la competició­n El chico y la bestia, de Mamoru Hosoda, primera película de animación que concursa en Donostia, con la que el creador de la magnífica La chica que saltaba a través del tiempo (2006), proponía una estimulant­e y lujosa revisión del arquetípic­o tránsito a la edad adulta cuando el maestro no lo es.

‘El apóstata’ es el relato de un joven empeñado en ejercer su derecho a construir su identidad

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JUAN HERRERO / EFE Tom Hiddleston encabeza el reparto de High-rise, de Ben Wheatley

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