La nueva Babel de ‘High-rise’ se postula a la Concha de Oro
‘El chico y la bestia’, lujoso estreno del anime en sección oficial
Estaba el aire cargado de ozono en San Sebastián, y ayer estalló con violencia el meteoro: High-rise (Rascacielos), de Ben Wheatley y basada en la novela de J.G. Ballard, cayó como una lámpara de araña ayer en mitad de un baile versallesco, en una sección oficial sofronizada por el comedimiento burgués de las películas que venían desfilando por el concurso. Salvaje y ambiciosa, de este remozado de la parábola bíblica de Babel quizá lo menos bueno que pueda decirse es que su vocación la hermana con aquel sobresalto, hoy tan envejecido, de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, con la que paradójicamente comparte década, pues la cinta de Wheatley está ambientada en los setenta. Tom Hiddleston da vida al doctor Robert Laing, nuevo inquilino de un flamante rascacielos concebido según el viejo sueño futurista de la ciudad vertical o el bíblico de la torre que alcanzará los cielos. Parábola política de occidente, la cinta narra cómo opulencia y precariedad se superponen en un equilibrio inestable que va derivando en el caos y la subversión. La revolución es una fiesta, pero una fiesta guarra: toxicómana, inmoral, lujuriosa, violenta y decadente. Provocadora y excesiva la película convierte su discurso político sobre la caída en desgracia de las democracias occidentales en un golpe kitsch en el plexo solar que corta la respiración. Su elocuente discurso sobre la inercia de los hábitos de clase, que perviven aun cuando el orden en cuyo bastidor descansan se ha desplomado la convierten en un Titanic descarado y magnético.
Pero a la vez, y ahí es donde brilla la riqueza de sus texturas cinematográficas, la película se apoya con convicción en parábolas sociales de todo género y condición, desde la mencionada referencia kubrickiana hasta el cine de catástrofes, como El coloso en llamas (1974), de John Guillermin, –con la que comparte esa conformación vertical del rencor de clase–, pasando por los elementos puramente kafkianos de Brazil (1985), de Terry Gilliam, las distopías futuristas del siglo pasa- do –hay bastantes motivos visuales de Metrópolis (1927), de Fritz Lang–, y hasta el nuevo apocalipsis zombi que recorre el cine y la televisión contemporáneos. High-rise es, incluso para quienes la detesten –y habrá muchos que lo hagan con pasión–, lo más importante de lo visto en lo que va de festival.
Ante la cacharrería política y visual de la película de Ben Wheatley, la pequeña El apóstata, de Federico Veiroj, acudió ayer a su cita con la competición tan ensordecida que corría el riesgo de pasar inadvertida. Habría sido injusto. Sumergida en el universo morettiano –a la luz de lo visto en los últimos meses en el cine europeo, hay que empezar a considerar a Nanni Moretti como una de los cineastas continentales más influyentes de las últimas dos décadas, muy por delante de realizadores con mucho más oropel festivalero–, El apóstata narra la peripecia de un joven diletante, pero no holgazán ni negligente, que ha encontrado en la causa de la apostasía una forma de vehicular su determinación de construirse una identidad. Próxima, a su manera, a los mejores momentos del cine de Javier Rebollo, Jonás Trueba, Juan Cavestany y hasta Carlos Vermut, la película es de un humor y una naturalidad desarmante incluso cuando abraza con entusiasmo el surrealismo.
Y completaba la competición El chico y la bestia, de Mamoru Hosoda, primera película de animación que concursa en Donostia, con la que el creador de la magnífica La chica que saltaba a través del tiempo (2006), proponía una estimulante y lujosa revisión del arquetípico tránsito a la edad adulta cuando el maestro no lo es.
‘El apóstata’ es el relato de un joven empeñado en ejercer su derecho a construir su identidad