La isla donde empieza Europa
Auxilio y precariedad en Lesbos, puerto de llegada de más de 200.000 refugiados este año
Han pasado diez minutos y una de las embarcaciones que venía camino a la costa de Eftalou, en el norte de la isla de Lesbos, no se mueve. A través de los prismáticos, Eric Kempson observa que cinco personas se han tirado al agua y el resto hacen señales con sus chalecos salvavidas, la mayoría de color naranja. “Es señal de que son sirios, los naranja son los más caros”, dice Philipa que junto con Eric, su esposo, ayuda a alrededor de 3.000 refugiados –la mayoría sirios pero también afganos, iraquíes e iraníes–, que desembarcan en estas playas cada día.
Quince minutos más tarde, gracias a una llamada de auxilio de los voluntarios, se observa cómo una embarcación de los guardacostas griegos se acerca para auxiliarlos. En la playa se celebra. Lesbos, la tercera isla más grande de Grecia, con 85.000 habitantes, se ha convertido en los últimos meses en la principal entrada a Europa desde las costas turcas, a menos de diez kilómetros. Más de 200.000 personas han desembarcado desde comienzos de año, la mitad de ellos en verano.
“En esta isla siempre han entrado inmigrantes, pero en número bajos –se calculan 1.200–. Sin embargo, todo cambió en febrero pasado cuando nos dimos cuenta de que cada vez llegaban más mujeres y niños, especialmente sirios”, cuenta Eric, un artista británico que vive en esta parte norte de Lesbos desde hace 16 años. Su casa hace de centro de operaciones donde decenas de voluntarios llegados del norte de Europa le ayudan con la organización de algunas donaciones.
Un poco de ropa, especialmente para los más pequeños. Otro tanto de medicinas, cientos de botellas de agua y un poco de limpieza en estas playas que de ser una de las principales atracciones de la isla han pasado a estar cubiertas por miles de chalecos que los refugiados dejan a su paso.
A pocos kilómetros, en el pintoresco puerto de Molyvos, rodeado de restaurantes y viviendas de colores, dos guardacostas registran el nombre y nacionalidad de cada una de las 57 personas rescatadas. Hace meses que no tienen descanso. Uno de los funcionarios, que pide no ser identificado al no estar autorizado para hablar, describe el drama que se vive en el mar como inhumano. “Este es un asunto de toda Europa, no solo de Grecia”, dice al reconocer que hacen todo lo que pueden pero no es suficiente.
“Estábamos a mitad del camino cuando el motor se paró y el agua empezó a entrar. Los hombres que sabían nadar se tiraron para empu- jar, pero era muy pesado. Fue un sentimiento muy extraño pensar que mis hijos iban morir en el mar y no en la guerra”, explica Rania, una profesora de inglés de las afueras de Damasco que viajaba con sus dos hijos y su sobrino. Según cálculos preliminares de Acnur, alrededor del 50% de los refugiados que llegan son adultos, algunos acompañados de menores. El resto son familias. Un 30% son menores.
Como muchos de los que bajan de estas embarcaciones, Rania no tiene claro a dónde va. Sólo busca un lugar seguro. “Mis hijos ya no po- dían vivir en Siria. Tenían pesadillas por los bombardeos y por el temor a que Daesh (Estado Islámico) les fuera hacer algo”, dice. Su esposo no estaba en condiciones físicas de viajar, así que ella decidió hacerlo sola. “Estoy agradecida a Grecia porque nos rescataron. Nunca lo olvidaré”. Su grupo ha tenido suerte. En los últimos días se han hundido dos embarcaciones en el mismo trayecto. Más de una veintena de refugiados, incluidos varios niños, han muerto o están desaparecidos. En estas playas, los voluntarios se quejan de que una de las razones, más allá del cambio de tiempo o el exceso de cupo, es la calidad de los motores. Cada vez son más viejos y de menor potencia. “Creo que los están reutilizando”, dice uno los voluntarios, que llama la atención sobre una escena que se observa en cada desembarco: un par de hombres locales esperan en la orilla, suben a la balsa antes de que sea reventada por los refugiados –tal como se lo ordenan los traficantes–, sacan el motor y se lo llevan.
De momento, la embarcación de Rania es la única que ha tenido problemas en esta jornada de septiembre en la que han llegado a la costa 32 embarcaciones, que suman casi dos mil personas. Pero son apenas las cinco de la tarde y todavía se esperan muchas más. “Algunas veces llegan en la madrugada completamente atemorizados”, cuenta Eric. El ritual por lo general es el mismo. Una vez en tierra se abrazan, algunos se hacen el selfie de recuerdo, reciben agua y algunas provisiones de los voluntarios... y a caminar. Aún les faltan alrededor de 70 kilómetros para llegar a los centros de registro donde tendrán que obtener un permiso que les permita salir de la isla y continuar su camino hacia el norte de Europa.
Si tienen suerte podrán encontrar sitio en uno de los autobuses dispuestos por Acnur, que empiezan a operar con más frecuencia. Pero muchos tienen que caminar. Algunas veces hasta tres días por una carretera, con algunas cuestas que se hacen aún más difíciles bajo el sol inclemente. Como respuesta, algunos voluntarios o turistas ha-
UN DESTINO DE INMIGRAN TES “En febrero nos dimos cuenta de que cada vez llegaban más mujeres y niños, sobre todo sirios”
TRES DÍAS DE CAMINO Reciben agua, algunas provisiones, y caminan 70 kilómetros hasta los centros de registro
POBLACIÓN DISCONFORME Muchos duermen en las aceras; un colegio en el que antes descansaban ha sido cerrado
“NO ES COSA SÓLO DE GRECIA ” “Sentimos lo que les pasa, pero somos un país en crisis y nos están matando el turismo”
cen caravanas para llevarlos en coches privados. Los taxis y transportes de pago tienen prohibido recoger refugiados sin la certificación; los locales son más reacios.
En las calles empedradas de Molyvos, con unas vistas encantadoras al mar Egeo, decenas de turistas se mezclan con algunos refugiados que entran al pueblo a la busca de comida. El resto de los que llegan permanecen a la entrada del pueblo a la espera de un bus soñado que les acorte el camino. Muchos duermen en las aceras, especialmente los ni- ños. El cansancio tras días sin dormir en territorio turco, sumado a la angustia del viaje marítimo, los fulmina. Las instalaciones de un colegio donde antes descansaban han sido cerradas por las autoridades locales. Y los baños portátiles que han sido donados para aliviarles la espera están abandonados en una esquina sin instalar.
Un sector de la población, repiten en el pueblo, tiene miedo de que si se ayuda a los refugiados lleguen más. Y por eso impiden que se les de cobijo en las zonas cercanas. Los acusan de haber desmotivado a miles de turistas que suelen pasar el mes de septiembre en la isla, pero sobre todo temen que afecten la próxima temporada veraniega. “No es que no sintamos pesar por lo que les pasa, pero nosotros somos un país en crisis y nos están matando el turismo. Además, no sabemos quiénes son la mayoría de ellos”, dice la dueña de un almacén que pide que no se de su nombre. “Con los sirios no tenemos problemas, traen dinero, pero sí con los afganos: son peligrosos”, dice.
Desde que a principios de septiembre se dieran enfrentamientos entre afganos y sirios, la población ha desconfiando de los primeros. Para entonces, 30.000 refugiados esperaban ser evacuados de la isla y las tensiones estuvieron a punto de crear caos en la ciudad. Para evitar contratiempos, las autoridades decidieron abrir dos campos de registro, uno para sirios y otro para el resto de los refugiados, creando mayores divisiones entre ellos. “Soy iraquí de Mosul, pero para los griegos los sirios tienen más derecho que yo”, decía Haider, un ingeniero de 24 años que huía con su mujer.
Desde la oficina de Spiros Galino, el alcalde de Lesbos, se observa el puerto de Mytilini. Dos ferris están a la espera de transportar más de cinco mil personas que están listas para viajar. Muchos de los que no han encontrado billete matan las horas hasta que llegue el siguiente barco en las cafeterías alrededor del puerto, y otros buscan refugio en cualquier acera; la mayoría de los hoteles prefieren no alquilarles sus habitaciones. Si bien pueden esperar en los campos de registro, muchos prefieren hacerlo en la ciudad.
“Sé que hay algunos locales disconformes, pero la mayoría han mantenido la calma. Y esto es un ejemplo para la comunidad internacional. Nosotros solos hemos manejado esta crisis”, dice Galinos, quien asegura que le preocupa que la crisis pueda crecer. Hasta ahora han creado tres campos de acogida, que no dan abasto, y tienen planeado crear otros más. Pero para eso necesitan fondos de la Unión Europea que todavía no llegan.
“Lo que está pasando es un crimen. Esta gente pone todos los días su vida en riesgo y cae en manos de traficantes que ganan mucho dinero. Tenemos que hacer algo para parar esto, de lo contrario seremos igual de culpables”, concluye.