La Vanguardia (1ª edición)

La isla donde empieza Europa

Auxilio y precarieda­d en Lesbos, puerto de llegada de más de 200.000 refugiados este año

- CATALINA GÓMEZ ÁNGEL Lesbos. Servicio especial

Han pasado diez minutos y una de las embarcacio­nes que venía camino a la costa de Eftalou, en el norte de la isla de Lesbos, no se mueve. A través de los prismático­s, Eric Kempson observa que cinco personas se han tirado al agua y el resto hacen señales con sus chalecos salvavidas, la mayoría de color naranja. “Es señal de que son sirios, los naranja son los más caros”, dice Philipa que junto con Eric, su esposo, ayuda a alrededor de 3.000 refugiados –la mayoría sirios pero también afganos, iraquíes e iraníes–, que desembarca­n en estas playas cada día.

Quince minutos más tarde, gracias a una llamada de auxilio de los voluntario­s, se observa cómo una embarcació­n de los guardacost­as griegos se acerca para auxiliarlo­s. En la playa se celebra. Lesbos, la tercera isla más grande de Grecia, con 85.000 habitantes, se ha convertido en los últimos meses en la principal entrada a Europa desde las costas turcas, a menos de diez kilómetros. Más de 200.000 personas han desembarca­do desde comienzos de año, la mitad de ellos en verano.

“En esta isla siempre han entrado inmigrante­s, pero en número bajos –se calculan 1.200–. Sin embargo, todo cambió en febrero pasado cuando nos dimos cuenta de que cada vez llegaban más mujeres y niños, especialme­nte sirios”, cuenta Eric, un artista británico que vive en esta parte norte de Lesbos desde hace 16 años. Su casa hace de centro de operacione­s donde decenas de voluntario­s llegados del norte de Europa le ayudan con la organizaci­ón de algunas donaciones.

Un poco de ropa, especialme­nte para los más pequeños. Otro tanto de medicinas, cientos de botellas de agua y un poco de limpieza en estas playas que de ser una de las principale­s atraccione­s de la isla han pasado a estar cubiertas por miles de chalecos que los refugiados dejan a su paso.

A pocos kilómetros, en el pintoresco puerto de Molyvos, rodeado de restaurant­es y viviendas de colores, dos guardacost­as registran el nombre y nacionalid­ad de cada una de las 57 personas rescatadas. Hace meses que no tienen descanso. Uno de los funcionari­os, que pide no ser identifica­do al no estar autorizado para hablar, describe el drama que se vive en el mar como inhumano. “Este es un asunto de toda Europa, no solo de Grecia”, dice al reconocer que hacen todo lo que pueden pero no es suficiente.

“Estábamos a mitad del camino cuando el motor se paró y el agua empezó a entrar. Los hombres que sabían nadar se tiraron para empu- jar, pero era muy pesado. Fue un sentimient­o muy extraño pensar que mis hijos iban morir en el mar y no en la guerra”, explica Rania, una profesora de inglés de las afueras de Damasco que viajaba con sus dos hijos y su sobrino. Según cálculos preliminar­es de Acnur, alrededor del 50% de los refugiados que llegan son adultos, algunos acompañado­s de menores. El resto son familias. Un 30% son menores.

Como muchos de los que bajan de estas embarcacio­nes, Rania no tiene claro a dónde va. Sólo busca un lugar seguro. “Mis hijos ya no po- dían vivir en Siria. Tenían pesadillas por los bombardeos y por el temor a que Daesh (Estado Islámico) les fuera hacer algo”, dice. Su esposo no estaba en condicione­s físicas de viajar, así que ella decidió hacerlo sola. “Estoy agradecida a Grecia porque nos rescataron. Nunca lo olvidaré”. Su grupo ha tenido suerte. En los últimos días se han hundido dos embarcacio­nes en el mismo trayecto. Más de una veintena de refugiados, incluidos varios niños, han muerto o están desapareci­dos. En estas playas, los voluntario­s se quejan de que una de las razones, más allá del cambio de tiempo o el exceso de cupo, es la calidad de los motores. Cada vez son más viejos y de menor potencia. “Creo que los están reutilizan­do”, dice uno los voluntario­s, que llama la atención sobre una escena que se observa en cada desembarco: un par de hombres locales esperan en la orilla, suben a la balsa antes de que sea reventada por los refugiados –tal como se lo ordenan los traficante­s–, sacan el motor y se lo llevan.

De momento, la embarcació­n de Rania es la única que ha tenido problemas en esta jornada de septiembre en la que han llegado a la costa 32 embarcacio­nes, que suman casi dos mil personas. Pero son apenas las cinco de la tarde y todavía se esperan muchas más. “Algunas veces llegan en la madrugada completame­nte atemorizad­os”, cuenta Eric. El ritual por lo general es el mismo. Una vez en tierra se abrazan, algunos se hacen el selfie de recuerdo, reciben agua y algunas provisione­s de los voluntario­s... y a caminar. Aún les faltan alrededor de 70 kilómetros para llegar a los centros de registro donde tendrán que obtener un permiso que les permita salir de la isla y continuar su camino hacia el norte de Europa.

Si tienen suerte podrán encontrar sitio en uno de los autobuses dispuestos por Acnur, que empiezan a operar con más frecuencia. Pero muchos tienen que caminar. Algunas veces hasta tres días por una carretera, con algunas cuestas que se hacen aún más difíciles bajo el sol inclemente. Como respuesta, algunos voluntario­s o turistas ha-

UN DESTINO DE INMIGRAN TES “En febrero nos dimos cuenta de que cada vez llegaban más mujeres y niños, sobre todo sirios”

TRES DÍAS DE CAMINO Reciben agua, algunas provisione­s, y caminan 70 kilómetros hasta los centros de registro

POBLACIÓN DISCONFORM­E Muchos duermen en las aceras; un colegio en el que antes descansaba­n ha sido cerrado

“NO ES COSA SÓLO DE GRECIA ” “Sentimos lo que les pasa, pero somos un país en crisis y nos están matando el turismo”

cen caravanas para llevarlos en coches privados. Los taxis y transporte­s de pago tienen prohibido recoger refugiados sin la certificac­ión; los locales son más reacios.

En las calles empedradas de Molyvos, con unas vistas encantador­as al mar Egeo, decenas de turistas se mezclan con algunos refugiados que entran al pueblo a la busca de comida. El resto de los que llegan permanecen a la entrada del pueblo a la espera de un bus soñado que les acorte el camino. Muchos duermen en las aceras, especialme­nte los ni- ños. El cansancio tras días sin dormir en territorio turco, sumado a la angustia del viaje marítimo, los fulmina. Las instalacio­nes de un colegio donde antes descansaba­n han sido cerradas por las autoridade­s locales. Y los baños portátiles que han sido donados para aliviarles la espera están abandonado­s en una esquina sin instalar.

Un sector de la población, repiten en el pueblo, tiene miedo de que si se ayuda a los refugiados lleguen más. Y por eso impiden que se les de cobijo en las zonas cercanas. Los acusan de haber desmotivad­o a miles de turistas que suelen pasar el mes de septiembre en la isla, pero sobre todo temen que afecten la próxima temporada veraniega. “No es que no sintamos pesar por lo que les pasa, pero nosotros somos un país en crisis y nos están matando el turismo. Además, no sabemos quiénes son la mayoría de ellos”, dice la dueña de un almacén que pide que no se de su nombre. “Con los sirios no tenemos problemas, traen dinero, pero sí con los afganos: son peligrosos”, dice.

Desde que a principios de septiembre se dieran enfrentami­entos entre afganos y sirios, la población ha desconfian­do de los primeros. Para entonces, 30.000 refugiados esperaban ser evacuados de la isla y las tensiones estuvieron a punto de crear caos en la ciudad. Para evitar contratiem­pos, las autoridade­s decidieron abrir dos campos de registro, uno para sirios y otro para el resto de los refugiados, creando mayores divisiones entre ellos. “Soy iraquí de Mosul, pero para los griegos los sirios tienen más derecho que yo”, decía Haider, un ingeniero de 24 años que huía con su mujer.

Desde la oficina de Spiros Galino, el alcalde de Lesbos, se observa el puerto de Mytilini. Dos ferris están a la espera de transporta­r más de cinco mil personas que están listas para viajar. Muchos de los que no han encontrado billete matan las horas hasta que llegue el siguiente barco en las cafeterías alrededor del puerto, y otros buscan refugio en cualquier acera; la mayoría de los hoteles prefieren no alquilarle­s sus habitacion­es. Si bien pueden esperar en los campos de registro, muchos prefieren hacerlo en la ciudad.

“Sé que hay algunos locales disconform­es, pero la mayoría han mantenido la calma. Y esto es un ejemplo para la comunidad internacio­nal. Nosotros solos hemos manejado esta crisis”, dice Galinos, quien asegura que le preocupa que la crisis pueda crecer. Hasta ahora han creado tres campos de acogida, que no dan abasto, y tienen planeado crear otros más. Pero para eso necesitan fondos de la Unión Europea que todavía no llegan.

“Lo que está pasando es un crimen. Esta gente pone todos los días su vida en riesgo y cae en manos de traficante­s que ganan mucho dinero. Tenemos que hacer algo para parar esto, de lo contrario seremos igual de culpables”, concluye.

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PETROS GIANNAKOUR­IS / AP Un afgano recién llegado a Lesbos reza ante un montón de chalecos salvavidas abandonado­s en la playa, ayer

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