El valor de la discreción

François de Rochefoucauld escribió en una de sus máximas: “Cómo pretendes que otro guarde tu secreto si tú mismo, al confiárselo, no lo has sabido guardar”. El periodismo en general se nutre de la falta de discreción de la sociedad: si todo el mundo reflexionara sobre las palabras del sabio francés, el oficio se complicaría hasta extremos impensables. El joven Billy Wilder, antes de dedicarse al cine, decidió ser periodista al ver en los noticieros norteamericanos que estos vestían Burberry, llevaban una tarjeta con la palabra prensa en la cinta de su sombrero y entrevistaban a las grandes estrellas. Pero sobre todo porque se sentía bien dotado para el periodismo: “Yo era impertinente, muy fogoso, escasamente discreto, tenía talento para exagerar y estaba convencido de que en poco tiempo aprendería a plantear sin tapujos las preguntas más desvergonzadas”. Un periodista discreto es casi un oxímoron. El que calla otorga, dice el refrán, pero el que no cuenta lo que sabe es mejor que se dedique al espionaje que al periodismo.

Estos días los cronistas políticos andan de cabeza buscando información sobre las negociaciones entre la cúpula de Junts pel Sí y los dirigentes de la CUP para que Artur Mas pueda presidir la Generalitat. El secreto sobre los encuentros y el silencio sobre las conversaciones es total. Transparencia divino tesoro: los mismos que predican que la política requiere luz y taquígrafos, desconectan la electricidad y apagan los ordenadores. Los tiempos se han vueltos complicados y exhibicionistas, así que hay delincuentes que han acabado en la cárcel por jactarse de sus fechorías en el ciberespacio, lo que resulta un dislate. Pero unas negociaciones sobre el futuro del país merecerían del público conocimiento, pues no hay nada de innoble en la política. O sí: la compra de voluntades o la traición a los principios. Está bien hablar menos de lo que uno sabe (Shakespeare), pero peor es que se acabe hablando de lo que se desconoce (Tagore).