El expansionismo ruso
Andréi Kolésnikov analiza las razones que se esconden detrás de la intervención armada de Rusia en la guerra civil siria: “Para Putin, restablecer la dignidad de Rusia es lo mismo que resucitar su ‘condición de gran potencia’ luego del colapso de la URSS y su derrota humillante a manos de Occidente en la guerra fría. Ejercer el poder externamente al parecer compensa el hecho de que la dignidad en el interior del país dista de haberse restaurado”.
Cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, habló ante la Asamblea General de la ONU el 28 de septiembre, sabía que captaría la atención del mundo y eclipsaría al presidente Obama con su llamamiento a crear un frente unido en la lucha contra el Estado Islámico. Pero Putin se estaba dirigiendo a los rusos también, plenamente consciente de la necesidad de distraerlos de las aflicciones económicas cada vez más evidentes de su país.
El año pasado, la distracción era la anexión de Crimea, seguida del apoyo a los separatistas prorusos en el este de Ucrania. El reciente envío por parte de Rusia de aviones, misiles y unos miles de tropas a Siria es un sustituto patriotero de aquel proyecto Novorossiya fallido. Los críticos de Putin ven su aventura siria como una apelación más a la nostalgia rusa por el pasado soviético: la URSS era poderosa –y Putin sostiene que Rusia puede tener, y efectivamente tiene, el mismo poder–.
Pero ¿con qué objetivo? Poner en una posición desfavorable a EE.UU. y a Occidente puede ser una buena táctica a corto plazo, pero no parece haber una visión a largo plazo de los intereses que el poder ruso supuestamente debe atender, más allá de preservar el poder de las élites.
En los primeros años de este siglo, la combinación de precios del petróleo elevados y crecimiento económico atenuó el apetito de las elites por el pensamiento estratégico y les permitió ignorar el subsiguiente deterioro de la atención médica, la educación y las reformas en el campo de la asistencia social. El régimen y la población hoy consideran que la situación actual es más o menos normal –una “crisis que no es una crisis”–. Como la percepción moldea la realidad, todo es normal, no hay nada para hacer y Putin puede disfrutar de una tasa de aprobación de más del 80%.
Para Putin, restablecer la dignidad de Rusia es lo mismo que resucitar su “condición de gran potencia” luego del colapso de la URSS y su derrota humillante a manos de Occidente en la guerra fría. Ejercer el poder ex- ternamente al parecer compensa el hecho de que la dignidad en el interior del país dista de haberse restaurado: el ciudadano ruso de hoy sigue indefenso ante sus jefes, las compañías de servicios públicos, los tribunales y la policía –y, aun así, sigue estando orgulloso de su nación y de su líder–.
Además, quienes no pueden valerse por sí mismos naturalmente recurren al Estado en busca de ayuda –y es poco probable que muerdan la mano de quien les da de comer–. Lo que los occidentales denuncian como abusos de los derechos humanos es algo que probablemente el ruso medio elogie como políticas para liberar al país de las prácticas “extranjeras” y proteger a la mayoría de la minoría “subversiva”. La hostilidad del régimen hacia los homosexuales y las lesbianas puede ofender a Occidente, pero toca una fibra empática entre la mayoría de los rusos.
Como esos mismos rusos consideran la guerra en Ucrania como algo defensivo y justo, la guerra se torna justificada; las oscuras páginas de la historia se reescriben, y el lenguaje hostil se vuelve la norma.La consecuencia es un país dividido entre leales y desleales, patriotas y antipatriotas –es decir, entre aquellos que siguen la línea del partido y aquellos que se niegan a hacerlo–. Si las encuestas son precisas, los leales y obedientes son una clara mayoría –al menos hasta el momento–. Esto explica el respaldo a los separatistas en la región Donbas del este de Ucrania y la intervención de Putin en Siria. Si EE.UU. no acepta esta realidad, simplemente prueba que EE.UU. insiste en la hegemonía, ya sea en Europa, a través de la OTAN, o en Oriente Medio.
Esta lógica está apuntalada por la reinterpretación egoísta que hace Putin de la historia, que justifica la guerra de Invierno de 1939 contra Finlandia, el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 y la invasión soviética a Afganistán en 1979. La Fiscalía se ha venido ocupando, incluso, de un análisis retrospectivo absurdo de la decisión de 1954 de transferir a Crimea de la jurisdicción de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia a la de la República Socialista Soviética de Ucrania.
¿Adónde conducirá todo esto? Como en la era soviética, los gobernantes de hoy se equiparan al Estado. El Estado así se reduce al círculo íntimo del líder y al escalón superior de las élites financieras y políticas, que tienen su poder asegurado porque los ciudadanos comunes han sido engañados para creer en una forma no crítica y extrema de nacionalismo.
Los opositores acosados por Putin pueden predecir, sin equivocarse, un largo periodo de estancamiento político, económico e intelectual –hasta las elecciones parlamentarias del próximo año y las elecciones presidenciales dos años después–. El estancamiento probablemente se prolongue también al próximo ciclo político. Pero no puede durar para siempre: en algún punto, la supervivencia del régimen exigirá ofrecerle algo al pueblo además de nacionalismo y nostalgia. El interrogante es si Putin, que hoy profundiza la participación de Rusia en otra aventura militar extranjera, lo entiende de la misma manera.