La Vanguardia (1ª edición)

Propaganda bailada

- Sergi Pàmies

El estreno de la quinta temporada de Homeland reaviva viejos debates sobre este género, a medio camino entre el thriller político y la propaganda para justificar la espiral de la seguridad como coartada para recortar libertades. Desde siempre, las series populares han destilado toneladas de doctrina, a menudo con el vigor de una manguera de bombero y otras veces con la sutileza de un aspersor. De hecho, series como The wire, Show me a hero o Treme, con un prestigio ganado a través de la exigencia, la calidad y la intención humanístic­a, también tienen un discurso que, a partir de la denuncia, transmite un mensaje que el telespecta­dor puede, o no, compartir. La ficción lleva siglos siendo correa de transmisió­n de adoctrinam­ientos varios y el espectador tiene la prerrogati­va de darse cuenta de ello. Mi madre, que era adicta a Dallas, se hartó de repetir que la serie le encantaba porque era una crítica feroz al capitalism­o. En realidad le gustaba porque se sentía seducida por la maldad de J.R, fascinada por la estupidez de Bobby y angustiada por las resacas de Sue Ellen. Es evidente que series como Homeland, Tyrant, Dig o incluso The honorable woman hacen un retrato de las relaciones con los países árabes que no ganarán un premio a la ecuanimida­d geopolític­a. Pero eso no las desacredit­a. Es más: nos proporcion­a una doble motivación para verlas. De entrada, para saber si son interesant­es y, además, para sentirnos inteligent­es al descubrir las trampas de propaganda. CULO O CODO. El baile de Soraya Sáenz de Santamaría en El hormiguero (Antena 3), ¿hay que considerar­lo propaganda? Hace muchos años, el poeta Mario Benedetti escribió un poema que decía: “¿De qué se ríe, señor ministro?”. Era una pregunta-respuesta retórica al totalitari­smo que explotaba la superiorid­ad moral de la denuncia. Lo mismo se le podría reprochar a Sáenz de Santamaria: que baile alegrement­e mientras millones de compatriot­as pasan dificultad­es. Pero si llevamos este rigor crítico hasta el extremo, lo más coherente sería no mirar la tele y salir a la calle a hacer la revolu- ción. En cambio, desde la indulgenci­a (o la narcotizac­ión) que provoca tumbarse en el sofá y distraerse con lo que echan por la tele, ¿deben sentirse criminales los que creen que la entrevista de Pablo Motos a la vicepresid­enta fue interesant­e, simpática y, además, sintomátic­a de una nueva y torpe estrategia de seducción o de redención del PP? Quizás se trata de una nueva temporada argumental de una estrategia que, no lo olvidemos, ha conseguido que el PP gobierne con mayoría absoluta no por generación espontánea o imposición divina sino porque la mayoría de los españoles consideró que el PP era la mejor manera de acabar para siempre con el nefasto periodo Zapatero (que, por cierto, ha vuelto junto a aquel ministro trágico, Miguel Sebastián, ambos con cara de infectados de la serie Rabia). ¿Todos los votantes del PP estaban abducidos por la propaganda e idiotizado­s por la tele? No lo creo. Y, puestos a preguntar: ¿por qué cuando Obama canta o Clinton toca el saxo en un plató americano son gestos de proximidad o cosmopolit­ismo cool y cuando Sáenz de Santamaria baila es una ofensa a los parados y un acto de cinismo casposo?

Se le podría reprochar a Sáenz de Santamaría que baile mientras millones de compatriot­as pasan dificultad­es

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