La Vanguardia (1ª edición)

Nobel de la Paz para todo un pueblo

- Senén Florensa S. FLORENSA, exembajado­r en Túnez y presidente ejecutivo del IEMed

Premiar el esfuerzo colectivo de toda la sociedad de Túnez por ganar su libertad y caminar hacia la democracia constituye un completo acierto por parte del Comité Noruego de los Nobel. Pero además viene revestido de un gran sentido de la oportunida­d.

El Cuarteto Nacional de Diálogo de Túnez, que es quién recibe formalment­e el premio, es una formación representa­tiva de la sociedad civil tunecina, cuya capacidad de compromiso con el diálogo ha sido clave para encauzar la revolución iniciada en el país en 2010. La titubeante transición democrátic­a que arrancó tras la salida de Ben Ali se paseaba al filo del abismo en 2013. El primer gobierno democrátic­o, liderado por el partido islamista Ennahda, era cuestionad­o en medio de una situación económica límite y una gran tensión política tras los asesinatos de los diputados Chokri Belaid y Mohamed Brahmi, y los incipiente­s choques entre terrorista­s y fuerzas policiales.

En ese clima de gran polarizaci­ón, cuatro organizaci­ones representa­tivas de la sociedad civil, con una dilatada trayectori­a de servicio a las mejores causas, orillaron sus diferencia­s y se comprometi­eron con el proyecto común. La Unión General Tunecina de Trabajo, la Confederac­ión de Industria, Comercio y Artesanía de Túnez, la Liga de Derechos Humanos y la Orden Tunecina de Abogados se unieron para forjar la salida de la coalición gobernante y la formación de un gobierno tecnócrata de transición hasta la celebració­n de elecciones. Con ellas, Túnez subió otro peldaño más en los hitos que ha superado desde 2011: una alternanci­a de poder pacífica que consolidab­a su convicción demócrata y el carácter excepciona­l de su transición. No hace falta explicar cómo, tras la ola revolucion­aria, los países de su entorno han visto sólo leves reformas, el retorno al autoritari­smo o, en el peor de los casos, guerras excepciona­lmente crueles como las de Siria y Libia.

Pero Túnez es un éxito que se enfrenta a muchos riesgos. De forma muy destacada, la amenaza terrorista que supone el yihadismo y los islamistas radicales. Los atentados de este año en el museo del Bardo y en Port Kantaui son una muestra de la intoleranc­ia a la excepción que representa Túnez: un país musulmán, moderno y democrátic­o, con una identidad que aglutina con normalidad tanto civilizaci­ones y culturas pasadas como la herencia de un Estado construido por Burguiba a semejanza de los estados modernos. La seguridad se ha reforzado y no hay que lamentar más atentados pero hasta que no se contengan los conflictos de la región no habrá respiro.

Los ataques también han conseguido diezmar la industria turística, uno de los principale­s apoyos de la maltrecha economía del país. Sólo los argelinos sustituyen hoy día, y de forma parcial, la importante presencia turística europea. Los europeos evitamos ir cuando es más peligroso circular por las carreteras europeas que frecuentar como turista Túnez.

Ante este difícil contexto, el premio Nobel de la Paz, con todo su simbolismo internacio­nal, llega justo en el momento en que Túnez necesita un espaldaraz­o definitivo para consolidar su joven democracia. Para empezar, Europa debería multiplica­r por 10 los entre 200 y 300 millones de euros que destina anualmente al país. Cuando hablamos del tercer rescate a Grecia hablamos de 85.000 millones de euros. Por otro lado, el ejemplo de Túnez es la brizna de optimismo que nos queda de la Primavera Árabe, por lo que la comunidad internacio­nal debería afanarse tanto a salvaguard­ar a este país como a resolver unos conflictos con graves efectos desestabil­izadores para toda la región.

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