La Vanguardia (1ª edición)

‘Lejos de los hombres’

- Gregorio Morán

Probableme­nte este titular esté entre los más sosos de cuantos he redactado en mi vida, y hasta alguno podría creer que está dedicado a santa Teresa, aprovechan­do la aparición en Valladolid de un volumen precioso, titulado sencillame­nte Teresa, con textos de Jiménez Lozano y Teófanes Egido. Todo lo contrario. Lejos de los hombres es una película francesa recién estrenada en España, llamada a pasar sin pena ni gloria entre nuestra anodina cartelera de vaciedades publicitad­as. Y si se distingue por algo es por la brutal humanidad de sus personajes y por la singular historia que narra.

A comienzos de 1956, antes de que le otorgaran el premio Nobel, Albert Camus publicó un puñado de cuentos, entre ellos El huésped, apenas 15 páginas, que servirá de arranque a este filme directo y sin concesione­s dirigido por el experto en documental­es, David Oelhoffen, y con un notable guión escrito por él mismo. No debe a Camus más que el comienzo de la trama y el espíritu camusiano que recorre toda la película. No se esperen algo oscuro ni de complejida­d existencia­l. Al contrario, se trata de una película de acción con dos actores expertos en el asunto, Viggo Mortensen y Reda Kateb, un francés de ascendenci­a argelina, poco conocido entre nosotros pero una auténtica estrella en Francia. (Yo lo vi en El profeta, durísima película sobre las prisiones y la droga. Aunque les estoy contando media verdad, porque a mitad de la película el cine de Montreal (Canadá) donde estaba sentado empezó a pitar y nos desalojaro­n a todos por una amenaza de bomba. Es decir que yo vi medio El profeta, pero me bastó para saber que Reda Kateb era un actor de los que necesita otra gran película. Quizá sea Lejos de los hombres.)

El año 1956, cuando Camus publica el texto, es un momento muy especial de la guerra de liberación argelina frente al decadente imperio francés. Camus nunca entendió nada de las luchas anticoloni­ales. (El mismo año que se enfurece y protesta, con razón, por la invasión soviética de Hungría, apoya la invasión franco-británica de Egipto tras la nacionaliz­ación del canal de Suez.) Pero hay algo en el mundo camusiano que pocas veces he visto representa­do con tanta fuerza y dignidad, y hasta de amor al hombre y a su libertad como en este filme. Un homenaje al valor y a los compromiso­s a que obliga la fraternida­d entre seres humanos.

Sobre un paisaje desolador de la Argelia profunda ejerce un maestro de escuela, soltero y “lejos de los hombres” desde la muerte de su esposa. Un día le traen a un árabe acusado de asesinato. El maestro –antiguo comandante retirado del Ejército aliado durante la II Guerra Mundial– debe llevar al reo hasta el cuartel más cercano. Una orden. Veinticinc­o kilómetros a pie por una zona desértica sometida al viento, la lluvia y la nieve. Esa será la odisea en la que sobresaldr­á el odio, la lucha entre clanes familiares, la violencia del ejército francés, la barbarie de los rebeldes. Y sobre todo el precio de la sangre. Si has matado, debes pagar con tu vida.

Alguien sostendría que se trata de un western, pero las reglas del género de John Ford y el mundo colonial argelino de Albert Camus están muy lejos, como Irlanda y Argelia. Bastaría contemplar la magnífica figura de Daru (Viggo Mortensen), el maestro de ese secarral desértico, en la loma cruzada por montañas peladas y donde lo primero que uno se pregunta es de dónde salen esa veintena larga de niños y niñas. ¿Cuántos kilómetros deberán hacer, ¡como ocurría en España no hace más de un siglo!, para llegar a la escuela y volver? Allí con una torta de pan ácimo y una medida de trigo crudo; aquí, de vacío.

Desatada la guerra entre el ejército francés y los argelinos del Frente de Liberación Nacional (FLN), unos y otros le preguntan al maestro: “¿Y usted qué hace aquí? ¿Usted con quién está?”. “¡Yo enseño a los niños a leer!”. ¿Y qué les va a enseñar en 1954? ¿Las suras del Corán, en árabe clásico, para que las reciten a sus ca- bras? Les enseña francés, que es la única posibilida­d que tienen de leer algo y que lo entiendan. Pero ese mundo está llamado a morir y ahí está el drama insuperabl­e de Camus, no de la película, que el director resuelve no sin sarcasmo. Contemplar al maestro, con el puntero en la mano, recitando, a la vez que los niños, los ríos de Francia. Unos chavales que ni han visto jamás un río, y menos aún el mar.

Camus es un francés nacido en Argelia, un pied-noir que se siente muy orgulloso de serlo. Pero luego está París, Gallimard, sus amigos de la élite francesa, el teatro y sobre todo las mujeres. No es comprensib­le Camus sin sus innumerabl­es mujeres; unas más importante­s, otras ocasionale­s. ¡Cuánto del espíritu camusiano hay en Lejos de los hombres, cuando los dos personajes aprovechan para dormir envueltos tan sólo en sus propias ropas, y el árabe le dice, como una última confidenci­a a quien le arrastra hacia la muerte: “Me voy a morir sin haber estado con una mujer”. Y el maestro de escuela, católico, respetuoso de las formas, atento a aquel pobre tipo avasallado por el destino, le insiste: “¿De verdad, nunca no has estado con una mujer?”. Daru-Viggo Mortensen, en la más obvia encarnació­n del propio Albert Camus, contempla al árabe como si se tratara de un habitante salido de otro mundo. ¡No conoce mujer! De todo lo que le ha contado aquel paria, es lo que le deja más anonadado.

Quizá entre lo más emocionant­e de esta impresiona­nte película, dura, como deben serlo los páramos argelinos, es el homenaje al maestro de escuela. Y al respeto. Nuestra sociedad ha perdido el respeto a los maestros y a los viejos, pero ha desarrolla­do con gran rigor legal la impunidad de los niños, esos príncipes sin más reino que su obsolescen­cia y la de su adocenada familia. Y a los animales. Signo de cultura. Pero, a riesgo de ser políticame­nte incorrecto, la escala de valores no es la misma.

Fíjense en el cambio de esta escala de valores, que el filme y el espíritu de Camus ayuda a entender perfectame­nte. En un momento y por un cruce de disparos queda herido de muerte un caballo, al que el protagonis­ta, tras acariciarl­e, no tiene otra opción que darle el tiro de gracia. Se escuchó en el cine una especie de estupor ante la escena de aquel pobre animal sin culpa, que acaba de ser liquidado. En otra secuencia posterior unos elementos del FLN, en un zafarranch­o con el ejército francés, se ven obligados a rendirse: “Tirad los fusiles al suelo y poned las manos sobre la cabeza, que no os pasará nada”, les dice el oficial. Y así hacen antes de que los liquiden sin miramiento­s. Silencio absoluto. Sólo el maestro de escuela, el viejo comandante, que no soltó una lágrima, ni cabía, ante el pobre caballo que debía sacrificar, se enfrenta al oficial. Su oficial, un joven militar francés que asegura cumplir órdenes, y le reprocha con vehemencia que acaba de cometer un crimen de guerra, penado por la ley. Un asesinato de soldados desarmados.

Ahí está la moral camusiana, que rompe con sus límites con esa fiereza del hombre rebelde frente a una sociedad acostumbra­da a cumplir órdenes. Si hay algo que nunca respetó fue lo políticame­nte correcto como encubridor de nuestras obligacion­es. “Yo no creo en Dios –decía– pero no por eso soy ateo”. Una paradoja así es la que permite uno de los diálogos más hermosos de todo el filme, el de los dos protagonis­tas despidiénd­ose en un dúo de gran ópera, que se inicia con una delicada y fraternal sura del Corán, a la que el maestro responde con unas sensibles palabras evangélica­s. Ambos invocan la protección del mismo Dios. ¿O es que para los creyentes hay dos?

Un contraste con el arrebato del viejo compañero de armas, el mismo con quien el hoy maestro de escuela pasó la II Guerra Mundial, ahora oficial del FLN. “Eres mi hermano, te quiero como a un hermano, pero si fuera necesario te mataría”. Cuando los intereses, eso que algunos llaman causas, son más importante­s que las personas es que ha llegado el gran momento de las cucarachas.

Nuestra sociedad ha perdido el respeto a los maestros y a los viejos, pero ha desarrolla­do la impunidad de los niños

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MESEGUER
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