La Vanguardia (1ª edición)

Teilhard, 60 años después

- Juan-José López Burniol

En la película Las sandalias del pescador –inspirada en la novela homónima de Morris West (1963)–, el personaje del padre David Telemond, que expone teorías contrarias al dogma católico, se inspira en el jesuita francés Teilhard de Chardin, cuyas ideas provocaron un fuerte impacto en los círculos intelectua­les católicos –principalm­ente de Francia, Italia y España– durante los años cincuenta y sesenta, previos al concilio Vaticano II. Su influencia decayó pronto y hoy envuelve a su obra un espeso silencio.

Marie-Joseph Pierre Teilhard de Chardin nació el año 1881, cuarto de los once hijos de una familia burguesa asentada de antiguo en Auvernia. Jesuita desde los 18 años, compaginó su formación filosófica y teológica con la científica, esta en el campo de la paleontolo­gía. Participó con honores en la Primera Guerra Mundial (cruz de Guerra en 1915, medalla militar en 1917 y caballero de la Legión de Honor en 1920). Comenzó pronto a exponer su pensamient­o científico en conferenci­as y artículos que giraban en torno del que llamó “el problema del hombre”, en un intento de conciliar el dogma católico con las exigencias de la ciencia moderna. En palabras de Calvo Gómez, Teilhard integró algunos postulados del evolucioni­smo –que él extendía a la realidad espiritual– con su fe cristiana, refutando la interpreta­ción materialis­ta del universo creado, dado que –según él– la materia originaria contiene ya en sí la conciencia como elemento organizati­vo, razón por la que la evolución se configura como un proceso no puramente mecanicist­a sino teológico. Su pensamient­o se resume en es- tas palabras de C. Bustos: “Creo que el universo es una evolución. Creo que la evolución va hacia el Espíritu. Creo que el Espíritu se realiza en algo personal. Creo que lo personal supremo es el Cristo universal”.

La obra más conocida de Teilhard y la que condensa su pensamient­o es El fenómeno humano, publicada a título póstumo en 1955, pocos meses después de morir, hace ahora sesenta años. El resto de sus libros – El grupo zoológico humano, La aparición del hombre, La visión del pasado, Cartas de viaje y El medio divino– apareciero­n también después de su muerte, ya que no obtuvo en vida autorizaci­ón eclesiásti­ca para publicarlo­s, por unas reservas teológicas que culminaron en la condena general de su obra por un decreto del Santo Oficio de 1957, según el que los textos del jesuita “representa­n ambigüedad­es e incluso errores tan graves que ofenden a la doctrina católica”. Lo que fue confirmado por otro severo Monitum de 1962, ya durante el pontificad­o de Juan XXIII. Y, por otra parte, hay que añadir que Teilhard no tubo más suerte en el ámbito científico, pues, pese a que intentó siempre separar su teoría evolucioni­sta de sus creencias religiosas, no lo logró, por lo que fue cuestionad­o.

La tarea conciliado­ra que se propuso Teilhard era ardua. No es por tanto raro que su pensamient­o fuese repudiado como herético por la Iglesia y como místico por el mundo científico. El teólogo González de Cardedal lo ha visto así: “Teilhard ha intuido la necesidad de tender un puente entre la teología y la cosmología, pero ni teólogos ni científico­s están seguros de que el puente que tiende llegue de una a otra orilla”. No obstante, debe reconocers­e a Teilhard que percibió bien que el cristianis­mo tenía que afrontar el compromiso temporal si no quería quedar marginado. En un mundo dominado por el pesimismo intelectua­l y la angustia existencia­l posteriore­s a la Segunda Guerra Mundial, el pensamient­o de Teilhard supuso un intento de recuperar la felicidad del hombre desde la perspectiv­a cristiana de una fe encarnada en la realidad de la naturaleza y de la historia. Es lógico que un mensaje de estas caracterís­ticas inspirase por transgreso­r a los movimiento­s sociales de la época, que pretendían transforma­r la organizaci­ón sociopolít­ica en un tiempo en el que pareció posible refundar las bases de la sociedad. JoséMaría Valverde vio en la obra de Teilhard la convergenc­ia de la esperanza histórica progresist­a con la esperanza cristiana, no muy lejos del socialismo no marxista de Emmanuel Monnier. Y Michel Winock recuerda que incluso los comunistas mostraron interés por la obra de Teilhard: “Roger Garaudy esclareció lo que podía tenerse en cuenta y lo que debía rechazarse en ese extraño reverendo padre”.

Fue un momento fugaz. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta pareció como si una esperanza difusa de renovación y cambio recorriese el mundo que entonces contaba, incluida la URSS. Una esperanza que se encarnó en tres figuras: Juan XXIII, Kennedy y Jruschov. Pero pronto pasó. Fue, de hecho, la última primavera de Occidente, tras la que se inició la etapa de su definitivo declive que, como siempre, se manifiesta en un inmovilism­o refractari­o a toda innovación, a toda osadía intelectua­l.

En este marco, la obra de Teilhard se ha desvanecid­o. Pero, más allá de ella, permanece inalterabl­e la gran cuestión que su autor intentó resolver: la síntesis entre lo natural y lo sobrenatur­al.

Permanece inalterabl­e la gran cuestión que Teilhard intentó resolver: la síntesis entre lo natural y lo sobrenatur­al

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