No todo anda mal
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación… En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual que…”. Así arranca La historia de dos ciudades, de Charles Dickens, una de las novelas más leídas de todos los tiempos, y este párrafo prodigioso retrata nuestro agitado presente con la misma fidelidad con que retrataba la no menos agitada época en que la novela apareció, el año 1859.
Oriente Próximo y parte del norte de África están en llamas y sus habitantes huyen a millones, buscando refugio en nuestras sociedades anestesiadas moralmente por el confort de tantos años de paz. Los gobiernos europeos están ofreciendo un espectáculo que nos hace dudar del proyecto de la Unión. La corrupción, lamentablemente tan común entre los gobiernos, también campa por doquier en el sector privado, como el caso de Volkswagen nos demuestra. Rusia parece decidida a resucitar la guerra fría. En Asia, las tensiones nacionalistas aumentan. El progreso de la economía de China se tambalea. El de Brasil, también...
Así podríamos llenar un par de páginas. La lista de escándalos, de guerras y de desastres no se acaba nunca. Cada día, los periódicos nos sirven una dosis masiva de infortunios, abusos y desgracias. Sin embargo, al mismo tiempo la pobreza, el analfabetismo y la mortalidad infantil están reduciéndose a pasos agigantados en los países en desarrollo. Es un hecho del que se habla poco. Es casi un secreto, como señalaba hace unos días Nicholas Kristof en The New York Times, porque los medios informativos, tan aficionados a las malas noticias, no nos lo suelen transmitir con claridad. Pero está cambiando con gran rapidez la faz del mundo que conocemos.
En los últimos veinte años, contra lo que mucha gente cree, la pobreza extrema se ha reducido a menos de un tercio de lo que era. En 1993, el 35% de los habitantes de la Tierra disponían de menos de un dólar con noventa céntimos al día, que es la cantidad que el Banco Mundial considera indispensable para sobrevivir en los países más pobres. Ahora, según el Banco Mundial, los seres humanos que viven en estas lamentables condiciones no llegan al 10%.
En 1990, más de 12 millones de niños morían anualmente antes de cumplir cinco años. Esta cifra se ha reducido a menos de la mitad. Cada día hay menos niños –y sobre todo niñas– que no van a la escuela. En 1990, sólo la mitad de las niñas de los países en desarrollo terminaban los estudios primarios. Ahora, los terminan el 80%, incluso en los países musulmanes. La época de las niñas como Malala está acabando. Al mismo tiempo, la natalidad está bajando. A medida que la mortalidad infantil cae, los padres tienen menos hijos. En Haití, por ejemplo, en 1985 las mujeres tenían seis niños de media; hoy, tienen 3,1. En Indonesia, 2,3.
Este progreso enorme, debido al crecimiento de los países emergentes y a la asistencia internacional a los que aún no lo son, no sólo está cambiando las condiciones de
Por primera vez en la historia, podemos aspirar de forma realista a vivir en un mundo donde nadie pase hambre
vida de una parte muy importante de los habitantes de este mundo, sino que está demostrando que acabar con la pobreza y el analfabetismo no es ninguna utopía. Dentro de muchos países, entre ellos el nuestro, la desigualdad ha aumentado mucho en los últimos años. Es un hecho palpable. Todos lo vemos cada día. Pero, paralelamente, la desigualdad entre los países desarrollados y los países en desarrollo se está reduciendo con rapidez.
Hace un par de semanas, mientras nosotros, enfrascados en nuestros quebraderos de cabeza, sopesábamos las razones para votar a unos u otros, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó unos Objetivos de Desarrollo Sostenible que aspiran a la eliminación de la pobreza extrema antes del año 2030. La noticia pasó casi desapercibida. Este tipo de declaraciones grandilocuentes provocan un gran escepticismo. Pero hoy el escepticismo ya no está justificado. Erradicar la pobreza no es imposible. Los obstáculos son superables.
Que nadie me malinterprete: el mundo continuará girando indiferente a nuestras cuitas, fabricando conflictos y tragedias al ritmo de siempre. En los cinco continentes habrá gobernantes que abusarán de su poder y oprimidos que sufrirán las consecuencias. Para muchos, la vida seguirá siendo peligrosa y cruel. Los conflictos y las injusticias no faltarán nunca. No debemos hacernos ilusiones. Pero no todo va mal. Cada día hay menos personas que viven en la miseria. Por primera vez en la historia, podemos aspirar de forma realista a vivir en un mundo donde –según los versos memorables de Josep Carner– los niños y los obreros no produzcan tristeza, donde nadie pase hambre. Nos queda aún mucho camino por recorrer, pero el objetivo ya está a la vista. Es un cambio de una magnitud hasta ahora inimaginable.