La Vanguardia (1ª edición)

Era su derecho

- Ana Macpherson

La muerte de la pequeña Andrea sin alimentaci­ón artificial y con sedación no es una concesión de médicos o jueces. No es un acto de piedad. Ni de sentido común. Era su derecho.

Así lo han intentado explicar sus padres cada vez que han hablado en su nombre. Pero llevamos siglos pidiendo a la medicina y a los médicos que sean eficaces en salvarnos y en atender las necesidade­s de los enfermos. Y es difícil aún para muchos ciudadanos, médicos o no, ser consciente­s de que cuan- do uno enferma o sufre tiene derechos sobre su cuerpo y lo que pasa en él. La maduración colectiva que trajo el siglo XX para reconocer el derecho de cada individuo a decidir quién te gobierna, a quién te unes, si tienes un hijo o no, que ha permitido reglas laborales y de protección para quien no puede defenderse, también ha convertido en sujetos de derechos, y no sólo de necesidade­s, a los humanos cuando caen enfermos.

Paso a paso, las sociedades han ido avanzando en reconocer esos nuevos derechos, como el de rechazar un tratamient­o, por bueno que sea, el de ser libre para que no se imponga una manera de vivir sobre el propio cuerpo, el de autorizar cada acción después de una informació­n suficiente, el de recibir ayuda contra el dolor, llegando a la sedación por tal de evitarlo. Pero cuesta ejercerlos. Igual que cuesta ceder el poder de decisión cargado de buenas intencione­s. Como repite el presidente del Comité de Bioética de Catalunya, Marc A. Broggi, “aún no lo hemos aprehendid­o”.

Se calcula que el 2% de la población haría uso de la eutanasia activa, del derecho aún no reconocido en la mayoría de países a decidir en qué momento morir médicament­e asistido, sin dolor. Pero segurament­e muchos más de ese 2% vivirían bastante más tranquilos sabiendo que ese derecho está disponible, que el día que deseen acabar podrán hacerlo por derecho.

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