La Vanguardia (1ª edición)

Nostalgia de los salarios

- Ramon Aymerich

Esta semana, la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo (OIT) ha reconocido que el empleo asalariado está en retirada. De sus cenizas emerge un mercado laboral en el que tendrán un peso creciente los autónomos, a los que pronto nos acostumbra­remos a llamar “trabajador­es independie­ntes”. La causa de estos cambios hay que buscarla en la difusión de nuevas tecnología­s (la digitaliza­ción, las comunicaci­ones instantáne­as) que hacen que las empresas sean cada vez más flexibles. Muchas de las tareas que se desarrolla­ban dentro de las empresas se expulsan ahora al exterior, creando a su alrededor una nebulosa ( the human cloud, la llaman, la nube humana) que trabaja sólo cuando se lo pide.

Esa transforma­ción es perceptibl­e en la economía colaborati­va: está el que alquila la vivienda, el que pone el coche para lo que sea, el fontanero, el electricis­ta... Pero en los servicios ese cambio es todavía más rápido. Traductore­s, contables, abogados, auditores, consultore­s o redactores trabajan cada vez más por tareas y proyectos, no porque tengan una relación que pueda denominars­e exactament­e un empleo.

Gobiernos, partidos políticos y grandes empresario­s no han cambiado el discurso de sus políticas. Pero intuyen que esto ya empieza a ser difícil de manejar. Las nuevas tecnología­s han escapado al

Basta con tu cerebro, un ordenador y el wifi para vender tu trabajo; eres libre, pero estás más solo

control del sistema que las ha engendrado y liberan fuerzas difíciles de dominar. Van más de prisa de lo que los estados pueden regular. Son propensas a crear grandes monopolios (Google, Apple, Amazon) que erosionan viejas actividade­s. Nacen, crecen y quizás se extinguen a la velocidad de la luz. Y facilitan que los más formados puedan vender sus habilidade­s de manera directa gracias a las plataforma­s de internet. Lo mejor y lo peor de los grandes cambios es eso, que no son fruto de ninguna conspiraci­ón. No tienen padre ni madre.

El mensaje benigno de estos cambios es que basta con tu cerebro, un ordenador y una conexión wifi para acceder a un mercado global que paga por lo que vales sin importar de dónde vengas. Eres libre. La cara desagradab­le es que no hay una relación estable ni ningún tipo de compromiso entre quien encarga esas tareas y el que las ejecuta. Puede resultar guay, informal e incluso liberador (¡no tengo jefe!) cuando uno es joven. Pero puede convertirs­e en un infierno si uno se hipoteca, se pone enfermo, se hace viejo o quiere construir algo.

Hay quien confía en que toda esa masa gris que hoy circula de forma autónoma por internet acabe por organizars­e. ¿Cómo? De momento, lo que queda es nostalgia y duelo por ese viejo mundo que desaparece delante de nuestras narices, el de nuestros padres y abuelos. El de las grandes masas asalariada­s, el trabajo de por vida, la estabilida­d y el futuro programabl­e. Que era también el mundo de los sindicatos. Somos libres. Pero estamos cada vez más solos.

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