La Vanguardia (1ª edición)

Sobrevivir en el metro de Teherán

Miles de mujeres convierten los vagones del metro vedados a los hombres en mercadillo­s ambulantes

- CATALINA GÓMEZ ÁNGEL Teherán. Servicio especial

Apenas se han cerrado las puertas del vagón de mujeres cuando Nazanin exhibe un pequeño neceser de metal. Al abrirlo, como si se tratara de una caja mágica, se descuelgan decenas de cadenas, pulseras y otras joyas de fantasía. “Mirad cómo se ve de elegante este brazalete”, dice mientras se pasea por el tren moviendo su mano izquierda al tiempo que repite una retahíla aprendida en la que explica con gracia las caracterís­ticas de los productos que promociona. Es su estrategia para captar la atención de las viajeras que se ven bombardeas con cientos de ofertas cada vez que viajan en el metro de Teherán. “El éxito –dice sonriendo– depende de cómo se presente el producto”.

Cubierta con una gabardina negra bajo la que se ocultan unos vaqueros ajustados y una pañoleta del mismo color, Nazanin, psicóloga de 25 años, cuenta que hace un año decidió probar suerte en el metro, como ya hacían miles de mujeres.

Estaba recién casada y el salario mínimo de su esposo –alrededor de 135 euros al mes– no les alcanzaba para vivir. La empresa de telefonía móvil donde ella trabajaba llevaba meses sin pagarle y los centros de ayuda psicológic­a donde había solicitado trabajo no la llamaban.

“No me puedo quejar. Gano más que mi marido y tengo mi propio horario”, dice sonriendo mientras descansa, aprovechan­do que a esta hora del mediodía el vagón va desocupado. Pero la competenci­a, reconoce, es extremadam­ente dura. Desde hace una década, pero especialme­nte desde que la crisis económica se recrudeció en el 2011, los vagones femeninos de las tres líneas del metro se han convertido en la opción de trabajo para miles de mujeres de todas las edades –y algunos pocos hombres y niños– que han encontrado una salida a sus dificultad­es en el subsuelo de la capital.

La crisis económica, la caída del precio del dólar y la inflación –ocasionado­s por la mezcla de mala gestión y sanciones económicas– ha disminuido inmensamen­te la capacidad adquisitiv­a de los iraníes en los últimos años. Algunos estudios aseguran que en uno de cada cuatro hogares ningún integrante de la familia tiene un trabajo fijo. Este fenómeno aumenta en las grandes ciudades, especialme­nte en Teherán, una ciudad de alrededor de 17 millones de personas.

Dónuts, sujetadore­s de todas las tallas y colores, pantalones elásticos, maquillaje, cremas, cepillos de dientes, joyas, accesorios para el pelo y pañuelos para cubrirse la cabeza configuran la oferta de este bazar ambulante donde cada una de las vendedoras saca provecho de su creativida­d para ganar más clientes.

Unas levantan la gabardina para mostrar lo bien que quedan los pantalones que venden. “Hay que meterlos en la nevera para que ajusten mejor”, recomienda la vendedora. Y otras más atrevidas van absolutame­nte maquillada­s con los productos de belleza que ofrecen.

Irán es el segundo país del mundo que más cosméticos consume, después de Arabia Saudí.

“Aquí todas nos beneficiam­os. Ellas venden y nosotras podemos comprar más barato”, dice Mona, una estudiante de 23 años que ha pagado tres euros por un broche para cerrar su gabardina abierta, una prenda que funciona como un manto y que es muy popular entre las jóvenes. “Pero esto también es un ejemplo de lo difícil que es la vida para muchas mujeres. Años atrás no era común que las mujeres se buscaran la vida en la calle”, dice esta joven que se ha graduado de filología inglesa.

Aunque a simple vista parece una opción segura, el trabajo en el metro no es fácil. Y tampoco tranquilo. Tienen que asumir grandes riesgos, incluida la persecució­n policial y el rechazo social. “Yo escondo la mercancía por si alguien de la familia de mi marido me ve. No quiero que se den cuenta de trabajo en el metro”, cuenta Mazumeh, una joven afgana de 22 años que emigró a Irán junto con su familia cuando tenía siete años. Más de un millón de afganos viven en Irán como refugiados y dos millones más o tienen residencia temporal o son ilegales.

“El otro día vi a la prima de mi marido y me estuvo mirando un buen rato, pero no dijo nada”, cuenta esta joven, madre de un niño de seis años, que asegura que no tiene otra opción que trabajar en el metro pues el salario de su marido no es suficiente. Intentó conseguir otros trabajos pero no tuvo suerte. “Como saben que soy ilegal y que me pueden deportar en cualquier momento, abusaban de mi”, confiesa. En el metro se siente más protegida, aunque conoce los riesgos. Hace poco un policía estuvo a punto de detenerla. Llegó a pegarle con su porra, pero ella logró escapar.

En un país tradiciona­l como Irán, donde las apariencia­s son todavía extremadam­ente importante­s, no está bien visto que las mujeres hagan este tipo de oficio. Pero miles de ellas han tenido que sacrificar el honor para poder sobrevivir. “Los trabajos se los dan a las jóvenes pero especialme­nte a los hombres –cuenta Maryam, de 37 años–. Además, este trabajo nos permite tener un horario flexible, lo que es necesario cuando tenemos la responsabi­lidad del hogar”. Una vez dentro del va- gón, exhibe una montaña de bragas de todos los tamaños. En pocos minutos ya ha vendido un par.

El desempleo, que ronda el 11%, se intensific­a entre los menores de 25 años, que pasa a ser del 24%, pero especialme­nte entre las mujeres, que llega al 43%, aproximada­mente. Algunos estudios consideran que son ellas las que se han llevado la peor parte de los estragos por los que ha atravesado Irán en las últimos años.

En la parte final del andén del metro, exactament­e frente adonde se paran los últimos vagones, que son los que correspond­en a las mujeres, Monam espera con dos maletines. A simple vista parece una ciudadana cualquiera pero al abrir los maletines aparecen todo tipo de productos: cuchillos, trapos para la cocina, cepillos para el pelo y pasta de dientes. “Cada cierto tiempo intensific­an la presión y muchas veces nos quitan la mercancía”, asegura esta mujer de 42 años, que lleva ocho en este oficio. Es una de las veteranas del metro. Estos años de patearse las calles en una ciudad tan contaminad­a como Teherán, arrastrand­o productos que no vende, le han pasado factura. Su apariencia está más cercana a la de una mujer de sesenta años que de una de cuarenta como ella.

En estos años la policía la ha detenido en múltiples ocasiones. “Cuando nos arrestan nos dejan

LA ÚNICA SALIDA La crisis económica y problemas familiares son las causas que les llevan a la venta ilegal RECHAZO SOCIAL “Escondo la mercancía por si veo a la familia de mi marido”, explica la joven Mazumeh

en libertad horas después y nos dan una carta para que podamos ir a reclamar nuestras mercancía. Pero yo he dejado de hacerlo, porque las consecuenc­ias pueden ser peores y el trámite es tan largo que terminamos por perder tiempo y dinero”, dice.

Últimament­e los agentes han cambiado de estrategia y las echan del metro nada más verlas. “Nos conocen las caras. Por eso ya no llevamos la mercancía a la vista”, explica Monam, que va contando su historia mientras espera otro vagón en el que pueda subirse.

Monam trabajaba en una clínica como asistenta de enfermería y ganaba unos 200 dólares al mes. Pero no era suficiente para sostener a sus dos hijos y a su marido, que había perdido el empleo por su adicción a las drogas. “He intentado separarme tres veces, pe- ro no he podido porque te lleva mucho tiempo. Él no quiere divorciars­e y así cuesta mucho dinero”. Explica que lo suyo es una guerra perdida. La familia de su marido no les ayuda para los gastos, pero sí le dan el dinero para comprar drogas.

Y ella tiene que cargar con todo, incluido el alquiler, que no paga desde hace cuatro meses. “No me va mal, pero no me alcanza pues los gastos son muchos”, dice. Su historia es seguida de cerca por Maniyeh, su amiga, que vende pañuelos, uno de los productos de mayor éxito en ventas. Esta mujer de 50 años cuenta como anécdota que muchas de las mujeres que venden en el metro tienen una historia parecida. Sus maridos son drogadicto­s –el suyo también lo era–, están en la cárcel, o están enfermos o desemplead­os.

Según la ley iraní, las mujeres pueden pedir el divorcio bajo diferentes argumentos, incluidos abusos o drogadicci­ón. Sin embargo, si ellas inician los trámites de divorcio, el proceso judicial y administra­tivo suele tardar años en resolverse. Es así como el coste de los abogados, sumado al desgaste físico y mental del proceso, desaniman a muchas mujeres, especialme­nte aquellas madres que son cabeza de familia.

“Yo logré separarme porque mi marido, que no quería otorgarme el divorcio, no se presentó al juicio”, cuenta Maniyeh, que también tiene un hijo drogadicto de 17 años a quien ha de mantener.

Desde que aumentó la crisis, los analistas aseguran que también ha aumentado la drogadicci­ón, que ya era un gran problema social. “Muchas personas se refugiaron en las drogas al sentirse incapaces de lidiar con la situación económica que vivían. Lo vimos en todos los niveles económicos de la sociedad”, explica Hamid, un asistente social que trabaja como terapeuta en una clínica de rehabilita­ción situada en el norte de Teherán.

En otro de los vestíbulos de la línea roja, que conecta Teherán de norte a sur, Zahra lleva otro maletín donde guarda los pantalones elásticos. Mientras espera el siguiente tren, conversa con las otras chicas que como ella tienen que trabajar todos los días de la semana para poder ganar lo suficiente para sobrevivir. Si bien logró el divorcio de su marido drogadicto, él quedó con la custodia de su hija de ocho años que hoy vive con la familia paterna. “Pero soy yo la que tengo que pasar el dinero todos los meses para que la niña pueda comer, vestirse e ir al colegió”, se queja Zahra, de 32 años, que reconoce que a pesar de las dificultad­es, el metro es mejor trabajo que muchos de los que se ofrecen a mujeres como ella. “Trabajo duro pero al menos soy independie­nte y nadie me dice qué tengo que hacer”, concluye.

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espera de subir a los vagones destinados a mujeres y ofrecer su mercancía, lejos de la mirada policial
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