La Vanguardia (1ª edición)

Por un catalanism­o del siglo XXI

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

La única verdad es la realidad” es una cita generalmen­te atribuida a Aristótele­s, aunque también la usara Kant y desde luego la repitiese más de una vez Juan Domingo Perón, por lo que es muy popular entre los argentinos. Aristótele­s –del que, recordémos­lo, Bertrand Russell abominaba– probableme­nte se estaba manifestan­do contra Platón, el de las anchas espaldas, y su pensamient­o idealista (y digamos que utópico). Pero en cualquier caso, la frase ha quedado como paradigma de que hay que hacer lo que hay que hacer y que las cosas son lo que son, voluntaris­mos y ensoñacion­es al margen. Perón, que no era precisamen­te un pensador, aunque sí un maestro en un estilo de hacer política y de sumar adeptos a su causa, usó la frase para argumentar desde subidas de precios o aranceles a temas más prosaicos como reconocer la caída en desgracia de algún miembro de sus gobiernos o incluso para señalar conspiraci­ones internacio­nales contra Argentina.

Pero pese a Perón y a la contundent­e evidencia de la frase, me temo que la sentencia está equivocada, porque realidades hay tantas como espectador­es de un fenómeno. Y verdades, verdades hay pocas y pueden mudar de un día para otro. Véase si no la actual situación de Catalunya, donde muchos tienen como una realidad casi al alcance de la mano la secesión de España. Y su verdad es tan firme que ganaron las pasadas elecciones en escaños y, según ellos, en votos. Porque los votos de Catalunya Sí que es Pot, que en campaña contaban como no independen­tistas (y que en su programa no llevaban la independen­cia, aunque sí un referéndum), ahora suman como independen­tistas. O, por poner otro ejemplo obvio, frente a las dificultad­es para permanecer en la Unión Europea en caso de declaració­n unilateral, la fe del carbonero en que estaremos en la UE contra toda evidencia…

Realidades y verdades hace tiempo que están ausentes del juego de certezas en el que vivimos, donde muchos asistimos atónitos a declaracio­nes y contradecl­araciones sin asomo de diálogo ni de racionalid­ad.

No es que el debate se haya empobrecid­o. Es que, salvo contadas excepcione­s, no hay debate. Sólo confrontac­ión y choque de carneros.

Y el catalanism­o, esa corriente que en buena medida fluye por todo nuestro siglo XX, desde el Memorial de greuges de 1885 o las Bases de Manresa de 1892, según se quiera vincular más o menos a un tradiciona­lismo también de largo recorrido entre nosotros, se ha quedado casi huérfano de ideas y de defensores, habiendo sido sustituido por un único ideal: la independen­cia, sin matices, ni dudas, ni titubeos.

Hubo un tiempo en el que se podía ser catalanist­a sin ser nacionalis­ta. Pero ahora ya sólo se puede ser independen­tista o contrario a la independen­cia (y por lo tanto, y para demasiados, anticatalá­n). No hay matices. Atrás han quedado los catalanist­as regionalis­tas y los autonomist­as. Ni siquiera los federalist­as se salvan de esta hoguera. Y hasta se da la paradoja de que, mientras en la mayoría de Europa el federalism­o es la solu- ción, aquí se plantea como un problema. Y se niega, claro está, ese escalofrío que corre por la espalda a muchos europeos cuando escuchan hablar de nacionalis­mo.

Tal vez sería hora de reformular un nuevo catalanism­o del siglo XXI, que acepte y reconozca que, a través de España, formamos parte de la Unión Europea. Y que la independen­cia formulada con la visceralid­ad e irracional­idad que en buena medida se echa de ver en estos días es una rémora del pasado. Si se quiere, una proyección del XIX en este todavía nuevo siglo. El catalanism­o, ese catalanism­o renovado, puede aspirar a participar en una Europa de las regiones que ayude a disminuir o hasta anular los viejos estados; debe tener un proyecto, entre liberal y socialdemó­crata, para solucionar los problemas de la gente; repensar y pactar la educa- ción; bregar con un mundo global, interdepen­diente y mestizo y, sobre todo, debe mejorar nuestras vidas y permitirno­s conservar todo lo mucho y bueno que hemos logrado. Habrá, por supuesto, que buscar y renovar un pacto con España y con el Estado español. Y ya sea por la vía federal, o por la vía política y jurídica que sea, el catalanism­o deberá buscar no sólo la identidad y el beneficio propio, sino también la convivenci­a y el bien común. Difícil y hasta imposible, me dirán. Puede ser. Pero creo que nos situaría en un horizonte de reflexión, respeto y progreso mucho mejor que el que ahora mismo se nos plantea, en el que separarse de España es la argamasa que une a unas ideologías y propuestas políticas me temo que irreconcil­iables entre sí. La coherencia de la incoherenc­ia, si me permiten la expresión.

Desde un catalanism­o renovado y responsabl­e habría que buscar convertir España en un Estado evidenteme­nte plurinacio­nal. Orgulloso de serlo, incluso, superando de una vez la cuestión territoria­l y el juego perverso de identidade­s que se niegan mutuamente. Y sí, habrá que buscar interlocut­ores y convencerl­os. Evidenteme­nte. Y, una vez más, presumible­mente no será fácil. Pero personalme­nte estoy convencido de que hay que intentarlo, porque esta voluntad de independen­cia que se pregona unánime, nos ha desunido y desnortado. Y nos ha debilitado.

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JAVIER AGUILAR

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