Encara vas al teatre, Joan?
Encara vas al teatre, Joan?”, me preguntó el lunes, en la terraza del Navarra, un viejo amigo condiscípulo del colegio de los jesuitas de Sarrià. Pues no, no voy al teatro. Durante un montón de años ejercí en varios periódicos –incluida La Vanguardia– y semanarios de este país de crítico teatral. En aquellos años, yo creía que el crítico teatral era alguien que defendía un tipo de teatro frente a otro. Ser crítico era, por poner un ejemplo, ser partidario de Brecht frente al teatro del absurdo. No entendía la objetividad del crítico ni su independencia frente a unos u otros. Primero fui del Adrià Gual y cuando Fabià Puigserver y los suyos se hartaron de Ricard Salvat y se buscaron la vida por su cuenta, fui del Lliure, incondicional del Lliure. Incondicional, sí, pero con una relación de amor-odio, como con mi querida madre.
Siendo crítico, cogí varios cabreos con el Lliure, como cuando, a raíz de mi enfrentamiento con Flotats –promovido por él en una larga, larguísima carta publicada en el diario Avui– la sala de Gràcia acogió un extraño tribunal “de la professió”, en el que ni yo ni Floti fuimos invitados y en el que intentaron, sin suerte, crucificarme (Fabià, mi viejo amigo, fue uno de los que me defendió). Cogí, sí, varios cabreos con el Lliure de Gràcia, pero también debo confesar que desde que vi, en 18 de junio de 1977, Leonci i Lena, de Georg Büchner, dirigido por Lluís Pasqual, supe que aquel teatro era el mío, por el que valía, debía luchar, como crítico, espectador o lo que fuese. Y así lo hice, hasta que se nos murió Pep Montanyès, poco después de inaugurarse el Lliure de Montjuïc. Luego, dejé la crítica y con ella el teatro. Hoy, como le dije a mi viejo amigo, ya no suelo ir al teatro. Bueno, no voy, entre otras razones, porque no salgo de noche, pero en cierto modo sigo pegado a él. La noche del martes, sin ir más lejos, me leí en voz alta el último acto del Britannicus, de Racine, que descubrí –de hecho allí descubrí el teatro– con 9 años en la Comédie Française, en París, con Jean Marais en el papel de Nerón.
Mi teatro es hoy un mundo de recuerdos: desde el cementerio de Cracovia, en el que solía acompañar a Tadeusz Kantor a limpiar la tumba de su madre, a la isla de Farö, en que, con Ingmar Bergman discutíamos –es un decir, sólo hablaba él– con un buen whiskey sobre las excelencias de La vida es sueño, de su querido Calderón de la Barca, que él quería montar en el Dramaten de Estocolmo, pero, me decía, no le convencía la traducción de no sé quién al sueco. “¿Y cómo sabe usted que la traducción no es buena?”, le pregunté yo (Bergman no dominaba el castellano). “Porque no, porque le falta eso que la hace teatralmente válida, viva”, me dijo.
Insisto, no voy al teatro pero sigo pegado a él. Recuerdo a mi padre en el Romea, cuando yo era un chaval, al finalizar el estreno de Les vinyes del Priorat, cuando salía a saludar –“L’autor, l’autor!”, gritaba entonces el público– y les contaba las excelencias del vino del Priorat y a la parroquia li queia la baba. Recuerdo a Giorgio Strehler en las fiestas del cincuentenario del Piccolo milanés; a Jean Vitéz en sus mejores años al frente del TNP de Chaillot, a José Luis Alonso cuando se hizo cargo del María Guerrero, en Madrid. A Boadella, en los inicios de Els Joglars; a Dagoll Dagom cuando estrena, en 1979, Antaviana en La Villarroel (la Sala, como la llamábamos entonces)… Y me siento muy feliz. “Qué suerte tuviste, Juanito, de haber vivido todo esto, de haber participado en ello”, me digo.
Me lo digo y me lo repito. Como me lo dije y me lo repetí el pasado 4 de octubre cuando en la sección Obituarios de este diario me encontré con la necrológica de Brian Friel (1929-2015), el dramaturgo irlandés autor de Dancing at Lughnasa, que el firmante de la necrológica, Pablo Cubí, tradujo por Baile de agosto, el título en castellano de la versión cinematográfica con Meryl Streep. Me lo dije, me lo repetí, y me cabreé. ¿Por qué? Pues porque Dancing at Lughnasa –de la que Pablo Cubí sólo menciona el montaje castellano de Juan Pastor– fue el gran éxito del Lliure, el de Gràcia, cuando Lluís Homar se hizo cargo de él en septiembre de 1992. La obra de Friel, titulada en catalán, Dança d’agost, se estrenó en el Lliure de Gràcia el 21 de enero de 1993 y se representó hasta el 31 de mayo de aquel año. Fue uno de los mayores éxitos del Lliure. Su director fue Pere Planella –uno de los fundadores del Lliure, que regresaba a su casa después de haberse distanciado de ella– y entre sus intérpretes hay que mencionar a cinco mujeres, por orden alfabético, tal y como figuran en el programa del Lliure, de gran fuerza y de una gran calidad inter- pretativa: Muntsa Alcañiz, Esther Formosa, Anna Güell, Anna Lizaran y Emma Vilarasau, y tres hombres, tres grandes actores: Ramon Madaula, Josep Montanyès y Lluís Torner. La Lizaran, Torner y Montanyès ya no son de este mundo, como Brian Friel, que vino a Barcelona, al Lliure, a ver Dança d’agost, y con el que me tomé una copa que jamás olvidaré, como aquel espectáculo que vi, seis o siete veces, en el Lliure de Gràcia solo o con amigos.
Sí, estimados colegas de La Vanguardia, me cabreé (pero se me pasa pronto) cuando leí esa necrológica del irlandés en que se silenciaba el extraordinario montaje de Pere Planella, con la gran Anna Lizaran y un grupo de amigos e intérpretes del Lliure de Gràcia que me hicieron feliz, inmensamente feliz, cuando todavía iba al teatro.
Ya no suelo ir, en otras razones porque no salgo de noche, pero en cierto modo sigo pegado a él Mi teatro es hoy un mundo de recuerdos: desde Tadeusz Kantor a Ingmar Bergman