Los silbidos a Piqué
Desde luego un estadio de fútbol no es el santuario del respeto al prójimo. Con el abono va incluido el derecho a un desahogo saludable. Pero lo de Gerard Piqué podría tipificarse como acoso laboral si no fuera porque es algo peor: el síntoma de un alarmante empobrecimiento político. El azulgrana volvió a recibir una sonora pitada el viernes cuando jugaba con la selección española, esta vez en Logroño, pese a la loable iniciativa del diario La Rioja y su campaña #AplaudamosaPique. No es que el jugador haya sido un ejemplo de cortesía durante su carrera, pero una mera antipatía personal no explica el hostigamiento sostenido y generalizado hacia el personaje cuando viste la roja. Sostiene Piqué que todo se debe a su rivalidad deportiva con el Real Madrid, pero se engaña. Decía Piqué hace meses sobre los abucheos a Casillas: “Es como lo del himno (en la final de Copa del Camp Nou), la gente pita gratuitamente. Cada aficionado tiene una opinión y hay que respetarla”. La línea entre libertad de expresión y respeto es muy delgada. Pero es obvio que la simpatía del jugador hacia el independentismo catalán no es ajena al acoso que sufre.
Cuando la identidad nacional no se expresa mediante la afirmación cultural y política, sino con hostilidad manifiesta significa que bajo esas muestras de libertad de expresión –y de escaso acervo democrático– subyace un rotundo fracaso en el vigente pacto para la convivencia. Los silbidos a Piqué surgen en el contexto de una inflamación de emociones entre dos posiciones políticas enfrentadas que se alimentan entre ellas y que afloran en un estadio de fútbol, ágora por excelencia del espectáculo. No es que la política deba ejercerse sin pasión, ni mucho menos, pero a veces es más necesaria para recuperar la mesura. Lo decía Weber: “Es verdad que la política se hace con la cabeza, pero no sólo con la cabeza”. Hay quien la practica con los pulmones, por no entrar en otros órganos.