El fin del bipartidismo
El resultado de las elecciones catalanas parece acelerar la quiebra del bipartidismo en el mapa político español
La extrapolación a los comicios generales del resultado de los catalanes deviene en un Parlamento fragmentado.
El mensaje del 27-S esboza un escenario en el que un PP debilitado mantendría la primacía y podría gobernar con C’s La tercera fuerza es de centro en ideología pero radical en el modelo de Estado y puede agravar el conflicto territorial
Las noticias de Catalunya siempre deberían leerse con mucha atención en España. La que se produjo el 27 de septiembre dejó dos mensajes entrelazados: el primero, el reto monumental que supone que la mitad de los votantes del territorio que más aporta a la economía española estén dispuestos a emprender un viaje al otro lado de la legalidad constitucional si no perciben mejoras sensibles en su autogobierno, y el segundo, un nuevo ejemplo de la quiebra del bipartidismo en el mapa electoral español. No en vano, una extrapolación del desenlace catalán al escenario estatal confirma el declive de los dos grandes partidos tradicionales y la irrupción de nuevas formaciones capaces de condicionar las mayorías parlamentarias.
Las cifras que se derivan del resultado catalán dibujan un Parlamento español muy fragmentado, con un ganador claro –el Partido Popular– pero que aún queda muy lejos de la mayoría absoluta. Es decir, un resultado en línea con buena parte de las encuestas actuales, aunque la coincidencia no sea deli- berada sino natural: la distancia entre esos sondeos y la realidad final de las urnas es equiparable a la que existe entre el voto en unas elecciones autonómicas y el que se emite en las elecciones generales.
Eso significa que la ventaja del presunto ganador de las elecciones generales todavía puede crecer. De hecho, el resultado del 27-S se ha visto condicionado por un agudo dilema territorial e identitario que ha catapultado a las formaciones que mejor encarnaban las posiciones de ruptura o continuidad: Junts pel Sí y Ciutadans. Pero en unas elecciones generales y con un mayor peso de los factores políticos e ideológicos, ese voto identitario de uno y otro signo puede atenuarse como, de hecho, ha ocurrido desde 1982. La historia electoral de Catalunya alterna apoteósicas mayorías de uno u otro color según se trate de comicios catalanes o españoles. Sin olvidar la intervención en cada circunstancia de la noción de voto útil.
Aun así, el desenlace catalán es un barómetro elocuente del potencial de voto de los distintos partidos españoles. Y ello con independencia de la exactitud de las extrapolaciones, ya que las correlaciones históricas no tienen por qué repetirse. Puede ocurrir que el resultado de C’s en las generales sea finalmente mejor en Catalunya que en otros territorios o que al PSC-PSOE le suceda lo contrario y en una medida inédita. Y puede ocurrir también que las dificultades de la izquierda radical para ensamblar una alternativa viable y atractiva se trasladen a las elecciones legislativas y no sean sólo un accidente de recorrido circunscrito a los comicios catalanes.
Esta última eventualidad reduciría las expectativas de Podemos a un cómputo de escaños sólo algo por encima de los 23 que cosechó el PCE de Carrillo en 1979 (mientras que la formación de Pablo Iglesias ronda hoy los 40). Sin embargo, un posible reflujo del voto de izquierda radical en beneficio del PSOE o de la abstención no suavizaría de manera sustancial el retroceso del bipartidismo (pues, pese al sistema electoral, no dejaría todos esos escaños liberados a la exclusiva disposición de populares y socialistas). La razón de ello es que, a diferencia de Portugal, España cuenta con una flamante, impoluta y dinámica alternativa de centro liberal que evita que el desgaste del centro derecha por las políticas de austeridad, la crisis institucional y los escándalos de corrupción lo capitalice íntegramente el principal partido de la oposición o la izquierda radical populista. Para eso sirve Ciudadanos.
La horquilla de escaños que se desprende de la proyección del voto catalán es un buen indicador de la potencia virtual del partido de Albert Rivera. Las simulaciones revelan que una ligera variación en el porcentaje o en la distribución territorial de sus apoyos podría situar a C’s muy por encima de los 50 diputados y convertirlo en la única alternativa posible (salvo una gran coalición que aún desgastaría más a sus protagonistas) para que el PP pudiera contar con el respaldo de una mayoría absoluta del Congreso.
Ahora bien, ¿cumplirá Ciudadanos las ambiciosas expectativas que le prometen las encuestas? Si es así, el misterio de su ascenso tendrá algo de paradoja frankensteiniana. Un artilugio diseñado para debilitar al socialismo catalanista acabaría convertido en la “muleta caníbal” que, simultáneamente, devora el espacio electoral de centro derecha que alimentaba en solitario al PP. Es decir, tras arrollar al catalanismo español del PSC y debilitar al PSOE en uno de sus principales graneros, el españolismo catalán habría cruzado el Ebro para convertirse en un gran partido nacional-liberal.
El único problema de ese recambio que permitiría salvar la mayoría de centro derecha en el Gobierno de España sería el control de daños. C’s es un partido que nació, vive y se nutre de la tensión identitaria y territorial entre centro y periferia (o entre españolismo y catalanismo, vasquismo...). Y aunque el partido de Rivera quizás suponga una genuina tercera vía ideológica, en el dilema territorial se sitúa en uno de los extremos. Su estrategia de igualar competencias a la baja supone dinamitar los ya dañados consensos territoriales y la estabilidad política en un momento de debilidad institucional. En definitiva, provocar un nuevo incendio en Euskadi a cuenta de la supresión del concierto foral no parece la mejor manera de apagar las llamas del incendio catalán.