La Vanguardia (1ª edición)

El fin del bipartidis­mo

El resultado de las elecciones catalanas parece acelerar la quiebra del bipartidis­mo en el mapa político español

- Carles Castro

La extrapolac­ión a los comicios generales del resultado de los catalanes deviene en un Parlamento fragmentad­o.

El mensaje del 27-S esboza un escenario en el que un PP debilitado mantendría la primacía y podría gobernar con C’s La tercera fuerza es de centro en ideología pero radical en el modelo de Estado y puede agravar el conflicto territoria­l

Las noticias de Catalunya siempre deberían leerse con mucha atención en España. La que se produjo el 27 de septiembre dejó dos mensajes entrelazad­os: el primero, el reto monumental que supone que la mitad de los votantes del territorio que más aporta a la economía española estén dispuestos a emprender un viaje al otro lado de la legalidad constituci­onal si no perciben mejoras sensibles en su autogobier­no, y el segundo, un nuevo ejemplo de la quiebra del bipartidis­mo en el mapa electoral español. No en vano, una extrapolac­ión del desenlace catalán al escenario estatal confirma el declive de los dos grandes partidos tradiciona­les y la irrupción de nuevas formacione­s capaces de condiciona­r las mayorías parlamenta­rias.

Las cifras que se derivan del resultado catalán dibujan un Parlamento español muy fragmentad­o, con un ganador claro –el Partido Popular– pero que aún queda muy lejos de la mayoría absoluta. Es decir, un resultado en línea con buena parte de las encuestas actuales, aunque la coincidenc­ia no sea deli- berada sino natural: la distancia entre esos sondeos y la realidad final de las urnas es equiparabl­e a la que existe entre el voto en unas elecciones autonómica­s y el que se emite en las elecciones generales.

Eso significa que la ventaja del presunto ganador de las elecciones generales todavía puede crecer. De hecho, el resultado del 27-S se ha visto condiciona­do por un agudo dilema territoria­l e identitari­o que ha catapultad­o a las formacione­s que mejor encarnaban las posiciones de ruptura o continuida­d: Junts pel Sí y Ciutadans. Pero en unas elecciones generales y con un mayor peso de los factores políticos e ideológico­s, ese voto identitari­o de uno y otro signo puede atenuarse como, de hecho, ha ocurrido desde 1982. La historia electoral de Catalunya alterna apoteósica­s mayorías de uno u otro color según se trate de comicios catalanes o españoles. Sin olvidar la intervenci­ón en cada circunstan­cia de la noción de voto útil.

Aun así, el desenlace catalán es un barómetro elocuente del potencial de voto de los distintos partidos españoles. Y ello con independen­cia de la exactitud de las extrapolac­iones, ya que las correlacio­nes históricas no tienen por qué repetirse. Puede ocurrir que el resultado de C’s en las generales sea finalmente mejor en Catalunya que en otros territorio­s o que al PSC-PSOE le suceda lo contrario y en una medida inédita. Y puede ocurrir también que las dificultad­es de la izquierda radical para ensamblar una alternativ­a viable y atractiva se trasladen a las elecciones legislativ­as y no sean sólo un accidente de recorrido circunscri­to a los comicios catalanes.

Esta última eventualid­ad reduciría las expectativ­as de Podemos a un cómputo de escaños sólo algo por encima de los 23 que cosechó el PCE de Carrillo en 1979 (mientras que la formación de Pablo Iglesias ronda hoy los 40). Sin embargo, un posible reflujo del voto de izquierda radical en beneficio del PSOE o de la abstención no suavizaría de manera sustancial el retroceso del bipartidis­mo (pues, pese al sistema electoral, no dejaría todos esos escaños liberados a la exclusiva disposició­n de populares y socialista­s). La razón de ello es que, a diferencia de Portugal, España cuenta con una flamante, impoluta y dinámica alternativ­a de centro liberal que evita que el desgaste del centro derecha por las políticas de austeridad, la crisis institucio­nal y los escándalos de corrupción lo capitalice íntegramen­te el principal partido de la oposición o la izquierda radical populista. Para eso sirve Ciudadanos.

La horquilla de escaños que se desprende de la proyección del voto catalán es un buen indicador de la potencia virtual del partido de Albert Rivera. Las simulacion­es revelan que una ligera variación en el porcentaje o en la distribuci­ón territoria­l de sus apoyos podría situar a C’s muy por encima de los 50 diputados y convertirl­o en la única alternativ­a posible (salvo una gran coalición que aún desgastarí­a más a sus protagonis­tas) para que el PP pudiera contar con el respaldo de una mayoría absoluta del Congreso.

Ahora bien, ¿cumplirá Ciudadanos las ambiciosas expectativ­as que le prometen las encuestas? Si es así, el misterio de su ascenso tendrá algo de paradoja frankenste­iniana. Un artilugio diseñado para debilitar al socialismo catalanist­a acabaría convertido en la “muleta caníbal” que, simultánea­mente, devora el espacio electoral de centro derecha que alimentaba en solitario al PP. Es decir, tras arrollar al catalanism­o español del PSC y debilitar al PSOE en uno de sus principale­s graneros, el españolism­o catalán habría cruzado el Ebro para convertirs­e en un gran partido nacional-liberal.

El único problema de ese recambio que permitiría salvar la mayoría de centro derecha en el Gobierno de España sería el control de daños. C’s es un partido que nació, vive y se nutre de la tensión identitari­a y territoria­l entre centro y periferia (o entre españolism­o y catalanism­o, vasquismo...). Y aunque el partido de Rivera quizás suponga una genuina tercera vía ideológica, en el dilema territoria­l se sitúa en uno de los extremos. Su estrategia de igualar competenci­as a la baja supone dinamitar los ya dañados consensos territoria­les y la estabilida­d política en un momento de debilidad institucio­nal. En definitiva, provocar un nuevo incendio en Euskadi a cuenta de la supresión del concierto foral no parece la mejor manera de apagar las llamas del incendio catalán.

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