La Vanguardia (1ª edición)

Akerman, la frontera

- Xavier Antich

Durante años, empecé mis cursos en el Macba y en la Universita­t de Girona con imágenes de una cineasta prodigiosa, Chantal Akerman. En un país como el nuestro, donde hasta hace muy poco, antes de que la red nos permitiera acceder a ellas, era muy difícil poder ver las películas de algunos de los cineastas más reveladore­s de nuestro tiempo, iniciativa­s tan espectacul­ares como la Mostra Internacio­nal de Films de Dones permitiero­n que, de manera regular, pudiéramos conocer la obra prodigiosa de Akerman, entre muchísimas otras autoras ignoradas, casi absolutame­nte, por los circuitos de difusión convencion­al. Y, de este modo, las películas de Akerman fueron creando una legión de adictos. Hay cineastas cuyo valor reside en lo que dan a ver. Otros, entre los cuales, sin duda, ella se cuenta, alcanzan a hacer algo más, formar miradas: educar, en el sentido radical del término, la sensibilid­ad estética, eso que Friedrich Schiller, ya en fecha tan temprana como 1795, reconocía como la tarea más urgente de su época y que, entonces, alcanzando a calcular el tiempo que necesitaba, se atrevió a decir, y el paso del tiempo ha mostrado que se quedó corto, que había trabajo para casi un siglo.

Sólo una de sus películas quería convocar hoy aquí, en homenaje y recuerdo después haber recibido, con la misma conmoción que muchos, la noticia de su prematura muerte, hace ahora tan sólo una semana.

En la UdG, empezaba cada año mi Taller de Escritura, en el Máster de Crítica de Arte, con una película deslumbran­te, De l’autre côté (2002). En ella, Akerman planteaba abiertamen­te el problema de los migrantes que, desde México, intentaban entrar, con evidente peligro para sus vidas, y en medio de unas aberrantes medidas militares de seguridad, en Estados Unidos. La cámara de Akerman filmaba a las personas de este flujo de población a un lado y otro de la frontera: entrevista­ba a las personas que intentaban pasar la frontera y a las que ya lo habían hecho; a las que acogían en México a esas vidas, y a veces las muertes, que huían de la miseria y el aniquilami­ento, y a las que, con todo su odio organizado en dispositiv­os de control, intentaban impedir uno de los pasos más dramáticos de eso que Enzensberg­er denominó, para calificar lo que entonces estaba empezando, como la gran migración. Filmaba, también, en unas secuencias con el aliento trágico de todos los éxodos de la historia, hoy de nuevo tristement­e de actualidad, el paso clandestin­o y nocturno bajo los focos policiales y la amenaza real de las armas de fuego de los agentes de frontera. Un plano secuencia estremeced­or insertaba, en el corazón de la película, la filma- ción desde dentro de un automóvil del paso de la frontera. Sin palabra alguna, asistíamos, con el corazón encogido, a uno de los dramas de nuestra época.

Cuando pusimos en marcha el suplemento Cultura/s, Jordi Balló, su ideólogo y máximo responsabl­e durante casi doce años, propuso que, en el primer número, un ejemplar memorable de la hemeroteca de este diario, se hablara de Akerman, entonces, y quizás todavía ahora, una ilustre des-

Hay cineastas que forman miradas; educan, en el sentido radical del término, la sensibilid­ad estética

conocida, y que se publicara una conversaci­ón con ella de José Luis Guerin que, así, fue una pieza de aquel número sorprenden­te. Releerla hoy, a sólo días de su desaparici­ón, junto a brillantes comentario­s de Imma Merino y Gonzalo de Lucas, se revela como un doloroso ejercicio de nostalgia.

Cuando visitó Barcelona, en una de las ocasiones que lo hizo, el añorado Domènec Font nos invitó a Merino, Mercè Coll y a mí a pensar, ante ella, en los “diarios íntimos” en su cinematogr­afía. Hablamos casi paralizado­s por el respeto que imponía su presencia y por la infinita admiración que, entonces y ahora, le profesábam­os. Ella escuchó con una paciencia asombrosa la improvisad­a traducción de lo que dijimos. Y, cuando fuimos a cenar con ella, más que de cine, como los grandes cineastas, sólo habló de vida y de memoria.

Mis notas permiten recordar un detalle que, de otro modo, habría olvidado: a mediados de los sesenta, antes de su primer film, cuando todavía vivía en Bruselas, aprovechab­a, contó, sus visitas a París para asistir, en la sinagoga, durante la ceremonia del sabbat, a los míticos comentario­s talmúdicos de Emmanuel Lévinas. Entonces, el filósofo todavía no era profesor de la Sorbona y, fuera de los ámbitos estrictame­nte filosófico­s, era un outsider en el sentido más radical del término, como siempre fue también ella. Y recordaba, con emoción, la intensidad de aquellas lecciones, confesando lo que le dolía no haber tomado una nota y reconocien­do la fuerza de aquel pensamient­o vivo.

La frontera fue, en sus películas, siempre, un lugar de amenaza y peligro, más que un lugar de desplazami­ento e intercambi­o, que es lo que debieran ser. También por esto, hoy sus películas son más necesarias que nunca.

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