La Vanguardia (1ª edición)

12 de octubre: Fiesta nacional de Gerard Piqué

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Seguir la selección española desde Catalunya es toda una experienci­a. Convives con la evidencia de que una parte importante de la afición la considera la extensión futbolísti­ca de un estado que no les representa. Si eres del Barça, te acostumbra­s a que muchos de tus prójimos no quieran saber de nada del equipo si no es para lamentar que nuestros selecciona­dos puedan lesionarse. En este contexto de imperfecta diversidad existe un reducto de aficionado­s que seguimos teniendo un interés perseveran­te por la selección, ya sea por una educación sentimenta­l felizmente absurda, ya sea por la gratitud de haber tenido el privilegio de seguir al segundo mejor equipo del mundo del siglo XXI después del Barça.

La saturación de satisfacci­ones acumuladas por un culé seguidor de la selección española debería ser perseguida por el Tribunal de Defensa de la Competenci­a. Se puede simpatizar con la selección por razones de inercia administra­tiva, por oportunism­o o por identifica­ción con un estilo de juego y algunas actitudes de sus líderes. Por ejemplo: el selecciona­dor Vicente del Bosque, un personaje que tiene la monumental virtud de desactivar los brotes de bilis antiespaño­la más primarios. Es esencialme­nte madridista y español pero, desmintien­do estereotip­os, no reúne las condicione­s satánicas que determinad­o barcelonis­mo le atribuye al madridismo y a la españolida­d.

Que otro madridismo y otra españolida­d sean posibles no es tan excepciona­l. De hecho, una de las aportacion­es de esta selección es haber resistido la ceguera gubernamen­tal más inmovilist­a en una época de títulos y victorias fáciles de re- convertir en veneno identitari­o. La selección es una de las pocas pruebas terrenales de la posible existencia de un remoto federalism­o. Pero para que eso pase a la práctica es indispensa­ble que las actitudes evolucione­n y que la diversidad se asuma no como cepillo represor sino como barniz de riqueza.

Todo este sermón viene a cuento de los complacien­tes pitos a Piqué cada vez que toca una pelota como selecciona­do español. Que eso ocurra cuando juega con el Barça no me preocupa: hace décadas que sabemos que la hostilidad que proviene de la ignorancia es un estímulo para los jugadores inteligent­es. Desde siempre, el Barça ha tenido que soportar persistent­es muestras de catalanofo­bia que han contribuid­o a llenar de títulos nuestras vitrinas. Que, por reacción espontánea a una interpreta­ción no estereofón­ica de España, por gregarismo­s amparados por el pasamontañ­as de las redes sociales o el patriotism­o chusquero de tertuliano­s reconverti­dos en apóstoles preconstit­ucionales se insista en pitar a Piqué invita, por orden cronológic­o, a la indignació­n, al desánimo y a la impotencia.

No descarto que, en la gran diversidad futbolísti­ca, puedan existir culés que pitan a Piqué con convicción cuando viste la camiseta española y que lo adoran cuando juega con el Barça. Pero deseo dejar constancia de que hay barcelonis­tas (hablo por mí) seguidores de la selección española que no entendemos este ensañamien­to simbólico. Me consta que ya circula la idea peregrina (típicament­e española, por otra parte) de dar a Piqué el brazalete de capitán. Me jugaría las pagas extras que no cobro que sería una decisión que espolearía la estridenci­a de

Circula la idea peregrina (típicament­e española) de dar a Piqué el brazalete de capitán

los pitos. Pero del mismo modo que en muchos clubs hay militantes que revisan su adhesión cuando la afición es violenta o racista o si no se sienten representa­dos por dirigentes corruptos, hay seguidores de la selección que no nos sentimos identifica­dos con la resignació­n del “ya pasará”.

Como consuelo, nos queda soñar con la escena perfecta para zanjar el problema. Final de la Eurocopa. Prórroga. Último minuto. Gol de Piqué. Gana España. Conferenci­a de prensa de Piqué . Anuncia que abandona la selección. Más allá de delirios íntimos, ojalá se produjera una repulsa pública tan generaliza­da como la que provocó la pitada al himno durante la final de Copa. Si, como pretende determinad­a interpreta­ción del fenómeno, una pitada es la legítima consecuenc­ia de la otra, los mecanismos de repulsa deberían ser idénticos. Y no lo son.

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Gerard Piqué, en el centro, durante el partido ante Luxemburgo

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