Esto tiene arreglo
Alfredo Pastor insiste en la necesidad de concordia: “Hacer converger de nuevo a Catalunya y al resto de España es una tarea difícil y laboriosa, pero hay que llegar a un arreglo que dure por lo menos otra generación. Es casi seguro que el resultado de la negociación no satisfará a quienes desearían la separación. Puede parecer que el Gobierno del Estado tiene todos los triunfos en la mano, pero ello no es así”.
En un reciente artículo (“Los perdedores”, La Vanguardia, 3/X/15) J.J. López Burniol lamentaba la triste suerte de quienes habiendo tenido el valor de huir de propuestas extremas son tratados con desdén por aquellos que persiguen objetivos de aspecto más seductor. Tanta razón tiene, a mi juicio, que estuve a punto de poner a este el título “Los desheredados”, tomado de la obra de Kamen que narra la historia de los muchos españoles que nuestros demonios interiores lanzaron al exilio; porque a fin de cuentas los perdedores de López Burniol, entre los que me incluyo, podríamos sentir que la deriva de los últimos años en Catalunya pone en riesgo un patrimonio de convivencia pacientemente amasado a lo largo de una generación, al que hemos tratado de contribuir aunque sólo fuera no enredando, y que pensábamos legar a la generación siguiente. Sin embargo, he terminado por pensar que las perspectivas que ese título sugeriría son demasiado sombrías para ser de aplicación a la situación actual, porque si queremos mirar el lado bueno de las cosas nos damos cuenta de que estamos hoy mucho mejor que antes de las elecciones.
Durante los últimos cinco años, la distancia afectiva entre Catalunya y el resto de España ha ido aumentando a una velocidad alarmante; tanto, que uno podía pensar que el límite de las divergencias tolerables dentro de un Estado no quedaba lejos. El resultado de las elecciones, sin embargo, no deja lugar a dudas: la negociación entre el Gobierno de la Generalitat y el del Estado es la única vía de solución posible. La falta de una mayoría de votos priva de legitimidad cualquier acción unilateral; el castigo sufrido por el PP –que cabe atribuir, desde luego, a su tratamiento de la cuestión catalana– obliga al Gobierno del Estado, sea el que sea, a cambiar de táctica; la altísima participación y lo ajustado de los resultados indican que estamos ante un problema serio: condiciones inmejorables para emprender una negociación fructífera. Concurren, por si fuera poco, otras dos, que podemos considerar decisivas: la primera es que no hay vencedores, porque algunos han mejorado posiciones y otros no, sin que nadie pueda considerarse ganador (Junts pel Sí ha logrado una victoria, pero no la que quería). No hay, pues, vencidos. La segunda es que esta vez nadie puede permitirse levantarse de la mesa de negociación, y están excluidos los portazos, reales o imaginarios: el país, todo el país, quiere ver una salida a este atolladero.
¿Quiénes serán los interlocutores? Por parte del Gobierno de España habrá que ver qué sale de las generales, aunque la amplitud del abanico de posibilidades no llega a provocar vértigo. Por parte de la Generalitat, si bien puede objetarse a Mas haber abandonado lo que según Vicens debía ser la táctica catalana, “convencer mediante el ejemplo y la claridad”, si bien se le puede reprochar haberse presentado demasiado a menudo como forzado por las circunstancias –justificación por demás peregrina en quien pretende ser un líder– también hay que reconocer que es seguramente el único que puede afrontar la dificilísima tarea de conducir a sus huestes a aceptar soluciones practicables. Pero no hay que prestar demasiada atención a los protagonistas más visibles de esas negociaciones, porque en ellas está implicada toda España. Como ocurre de vez en cuando –y aquí debería ocurrir más a menudo– la situación actual ofrece la ocasión de revisar cosas que creíamos pilares de la estructura del edificio cuando puede que no fueran más que parte del mobiliario: así, por ejemplo, ya que las autonomías, todas, han desarrollado su personalidad, quizá valga la pena tener un Senado como Dios manda; el reparto de las competencias, iguales o no, quizá debería sustraerse a la discreción de las mayorías absolutas en el Congreso; el sistema de financiación podría incorporar alguna restricción adicional que evitara situaciones percibidas como poco equitativas.
Ya se ve que esos asuntos son cosa de to- dos. La ciudadanía tiene el deber de alimentar a sus representantes con sus ideas y no sólo con sus quejas. Los sempiternos perdedores deberíamos renunciar a emprender el camino, atractivo por lo estético, del exilio interior y contribuir con nuestras inofensivas conversaciones a la utilísima tarea de mantener la repercusión externa de las negociaciones dentro de los límites de la civilidad; porque en las semanas que vienen el menor gesto de Madrid será interpretado aquí como una provocación intolerable, mientras sobre la mesa del Constitucional se amontonan los recursos del Gobierno: guiños a la afición que hay que procurar no caldeen demasiado el ambiente.
Hacer converger de nuevo a Catalunya y al resto de España es una tarea difícil y laboriosa, pero hay que llegar a un arreglo que dure por lo menos otra generación. Es casi seguro que el resultado de la negociación no satisfará a quienes desearían la separación. Puede parecer que el Gobierno del Estado tiene todos los triunfos en la mano, pero ello no es así, porque la lección de estos últimos años es que, si “Madrid” no cambia de tercio, la independencia de Catalunya es, por mucho que podemos lamentarlo, cuestión de tiempo.