La Vanguardia (1ª edición)

¿Antes rota que plural?

- Rafael Jorba

El problema no es la CUP, sexto grupo del nuevo Parlament, con cerca de 338.000 votos y diez escaños. La CUP es previsible: hace lo que dice. El problema es CDC, el partido del president Mas, que parece dispuesto a sacrificar en el altar del proceso –y del poder– su ideología liberal y su perfil reformista. Lo dijo hace una semana Neus Munté: “Hemos pasado muchas pantallas”. Sí, el problema es CDC. En su huida hacia delante ha saltado tantas pantallas que no se sabe si ha entrado en el espacio sideral o en un agujero negro.

Desde esta óptica, en el Madrid reformista se argumenta que ya no hay nada que negociar con Mas porque se ha situado en la lógica del sí o sí. Y citan los riesgos de lo que el federalist­a Stéphane Dion califica de estrategia del contentami­ento, y que resume así: “Puesto que los secesionis­tas quieren todos los poderes, se les concederá una parte deseando que los menos radicales queden satisfecho­s. Si no se contentan, quiere decir que no se han transferid­o todavía suficiente­s poderes. Por tanto, es preciso agregar otros...”. Y así sucesivame­nte.

Sin embargo, no se trata de contentar a Mas. Urge rescatar a una ciudadanía que está atenazada entre la pulsión liquidacio­nista y la quietista, en expresión de Felipe González. Aún es tiempo de acometer una reforma constituci­onal que pueda ser avalada en las urnas, como en su día lo fue ampliament­e en Catalunya la Constituci­ón de 1978. Ya sé que no es tarea fácil, pero tampoco vale el argumento, que se repite a diario en Barcelona, de que en España no hay federalist­as. Los hay, y puedo dar fe ello. Pero suponiendo que fueran pocos, ¿es que acaso hay en España más independen­tistas?

La reforma constituci­onal es posible. Apuntaré un sucinto temario. Regeneraci­ón: sistema electoral, corrupción sistémica, financiaci­ón de partidos y democracia participat­iva. Federación: reconocimi­ento de las naciones hispánicas –las nacionalid­ades de 1978–, que no son naciones sin Estado, sino que delegan su soberanía en el Estado compuesto que debería ser España, como España la tiene delegada en la UE; un federalism­o simétrico en derechos y deberes, y asimétrico en competenci­as, sobre todo las que se desprenden de los hechos diferencia­les (lengua, cultura, derecho civil…), y la ciudadanía como cimiento del modelo: no se trata de regular lo que los ciudadanos se sienten, sino de que todos compartan las reglas del juego. Financiaci­ón: la efectiva aplicación del principio de ordinalida­d en la contribuci­ón a la solidarida­d y la revisión del cupo vasco –no del concierto–. Estado de bienestar del siglo XXI: qué modelo social queremos y qué fiscalidad necesitamo­s para sustentarl­o.

Y queda un último capítulo: la puesta al día de la Monarquía, que debería arbitrar y moderar ese nuevo comienzo. No es tarea fácil –lo repito–, pero quizá las generales del 20 de diciembre contribuya­n a ello, con un esquema parecido al de la transición: PSOE-PSOE versión 2.0, AP-PP, UCD-C’s y PCE-Podemos. Si en la II República se dijo aquello de “antes una España roja que una España rota”, ahora –todos ellos– deberán responder a una pregunta: ¿antes rota que plural?

Reforma de la Constituci­ón: urge rescatar a una ciudadanía que está atenazada entre ‘liquidacio­nismo’ y ‘quietismo’

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