La Vanguardia (1ª edición)

Tiempo perdido

- Pilar Rahola

Recuerdo un artículo de Josep Maria Espinàs que elogiaba el arte de perder el tiempo. Era una de aquellas piezas suyas que aparentaba­n sencillez y que, sin embargo, escondían un universo de sentimient­os. La idea era precisa: el placer de hacer, sin ninguna otra finalidad que vivir. Perderse por las calles, contemplan­do la gente y su entorno; perderse en la mesa, dejando que la conversaci­ón fluya sin aspiracion­es; perderse en casa, con el fin de disfrutar de la intensidad del espacio íntimo, allí somos nosotros mismos, sin camuflajes. Perder el tiempo, pues, sólo para recordar que vivir es el objetivo y no el medio para conseguir algunas nimiedades.

Hoy le he hecho caso. En este día de mi santo, tan sobrecarga­do de antipática simbología –y sin embargo, empapado de la densa simbología familiar– el regalo ha sido un desayuno espléndido en el Mas Perafita de la familia Martí Faixó, entre Cadaqués y El Port de la Selva. Nos acompañaba el paisaje adusto del Alt Empordà, la herida azul del horizonte, que nos miraba desde su ojo de mar, las viñas que ahora descan-

Cuando dejamos de correr contra las horas del día, empezamos a descubrir la grandeza de los minutos

saban, cerrado el ciclo anual de la uva. Y sentados en la mesa, los amigos de viejas conversaci­ones, presencia querida del camino compartido. No había horario, ni temario, sólo la voluntad de estar juntos con la excusa de mi santo. Y es así como el tiempo ha perdido la voracidad de la agenda cotidiana, y se ha vuelto suave, calmado, preñado de grandiosas pequeñeces. De repente alguien ha mirado la hora y era la una y media, y de golpe nos hemos sentido felices, cómplices de la insólita maldad de haber perdido el tiempo.

¡El tiempo, ese implacable enemigo, tan difícil de dominar! Tal vez es este el secreto: dejar de perseguirl­o en una carrera loca sin otro fin que la propia de la velocidad. Tal vez la única manera de dominarlo es así, perdiéndol­o, como si no existiera la prisa ni fuéramos esclavos de los artificios y las agendas. Como si perder el tiempo fuera, en realidad, la única manera de ganarlo. Recuerdo haber leído en una novela de un escritor nigeriano una reflexión que resume lo que intento explicar: “Vosotros, los europeos, tenéis los relojes; nosotros tenemos el tiempo”. Es decir, en el momento en que dejamos de correr contra las horas del día, empezamos a descubrir la grandeza de los minutos.

Perdiendo el tiempo, pues, llego al final de este artículo. No es una reflexión, ni un análisis, ni tan sólo una especulaci­ón sobre la realidad. Es sólo un pasar las palabras sin otro hito que hablaros, con las manecillas del diccionari­o momentánea­mente paradas. Perder el tiempo es un verbo primordial, porque sin saberlo conjugar no sabremos conjugar el verbo vivir. Y, sin embargo, en nuestra cultura de la prisa parece un pecado original, un defecto de forma. Ciertament­e, somos unos pobres ilusos, siempre aprisionad­os por nuestro ataque de importanci­a.

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