La Vanguardia (1ª edición)

La lista de Cameron

- Lluís Uría

Cuentan, no sin cierta sorna, los ya escasos veteranos que vivieron los horrores de la batalla de Normandía que los británicos, en los implacable­s bombardeos que destruyero­n la ciudad de Caen en el verano de 1944 para expulsar a los alemanes, fueron con extremo cuidado de no tocar la iglesia abacial de SaintÉtien­ne, una joya del arte románico. Mientras las bombas caían sin piedad sobre la población, muchos de sus habitantes buscaron refugio dentro de sus muros. Semejante delicadeza no sería deudora, según esta descreída interpreta­ción, del amor al arte o de la fe cristiana de los ingleses. Sino de la voluntad de salvaguard­ar los restos –en fin, lo poco que quedaba, apenas un fémur– del rey Guillermo I de Inglaterra, enterrado en el coro de la iglesia.

No es en absoluto un azar que William the Conqueror repose en tierras normandas, pues normando era. Nacido en Falaise hacia el año 1027, Guillermo el Conquistad­or fue primero duque de Normandía, antes de hacerse con el trono de Inglaterra tras vencer en 1066 en la batalla de Hastings al efímero rey Harold II. A Guillermo le sucederían en la corona inglesa una docena de monarcas de dinastías que hoy calificarí­amos de francesas –Normandía, Blois y Anjou-Plantagene­t–, incluyendo los célebres Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.

Durante tres siglos, el continente tuvo un pie en Inglaterra. Y a la inversa. Los monarcas ingleses llegaron a poseer toda la vertiente atlántica de la futura Francia, de Normandía a Aquitania, lo que dio lugar a un largo conflicto –la Guerra de los Cien años– que no se saldaría hasta 1453 con la victoria del rey francés Carlos VII y la retirada de los ingleses de Burdeos.

“Inglaterra no fue siempre una isla”, escribió Alain Minc –economista, ensayista, consejero político y prolífico asesor de presidente­s– en su ensayo El alma de las naciones (2012). La imagen es perfecta. Inglaterra no fue siempre una isla, en efecto, y en cierto modo siempre ha mantenido un pie en el continente, por más que el mito –su- blimado en el legendario titular del Daily Mail: “Fog in Channel. Continent cut off” (Niebla en el Canal, el continente aislado)– haya acentuado su carácter insular.

Si alguna constante ha habido en la política exterior de Inglaterra a lo largo de los siglos ha sido la de intervenir activament­e en el continente para evitar la peligrosa hegemonía de una única potencia, ya fuera España –en sus tiempos–, Francia o Alemania. Así desde 1714 hasta la Segunda Guerra Mundial. Momento trágico, por cierto, en que Winston Churchill, viendo a Francia desmoronar­se ante el avance imparable de la Wehrmacht en 1940, ofreció a la desesperad­a al Gobierno de Paul Reynaud la creación de una unión franco-británica, con un gobierno único común. Algo que hoy sonaría a ciencia ficción...

Hoy, en cambio, David Cameron juega a hacer ver que quiere abandonar la Unión Europea con el objetivo declarado –y descarado– de arrancar para su país nuevas exenciones y cláusulas derogatori­as, aunque sin perder el tan preciado acceso al mercado único. El líder tory, que someterá la permanenci­a del Reino Unido en la UE a referéndum antes de finales del 2017 –muy probableme­nte el año que viene–, busca salvaguard­as para mantenerse al margen del proceso de integració­n de la Unión y recuperar competenci­as, pero sin salir de Europa. Hacerlo significar­ía romper no sólo con la principal constante histórica de la política exterior británica, sino también renunciar a otro principio igualmente sa- grado: mantener la capacidad de influencia allí donde no se pueda mandar.

Cameron aspira llegar al referéndum con suficiente­s bazas como para pedir el sí. Pero entre las concesione­s que Europa no puede aceptar sin traicionar­se a sí misma y las exigencias de los euroescépt­icos, tiene un estrecho margen de maniobra. De momento, el alcance de las demandas del primer ministro británico es todavía muy vago. Calculadam­ente vago. Sólo se sabe, a partir de lo que expuso en el 2013, que entre sus preocupaci­ones está que el Reino Unido quede explícitam­ente al margen de una unión más estrecha, mantenga los mismos derechos que los países de la zona euro, y pueda vetar directivas europeas, así como imponer restriccio­nes a los inmigrante­s intracomun­itarios. Pero decir esto es decir muy poca cosa mientras no se plasme en propuestas concretas y se vea la letra pequeña. Algo que Cameron ha dilatado todo lo que ha podido, consciente de que cuando se acabe destapando, estará atrapado. “Uno no sale de la ambigüedad sino en detrimento propio”, decía el cardenal Mazarin, el consejero de Luis XIV. Finalmente, la presión del resto de líderes europeos, hartos de ambigüedad, le ha forzado a prometer que presentará su lista de demandas en noviembre. La lista que puede provocar un nuevo seísmo en Europa.

El momento es dramático y la campaña ya ha empezado. A favor de mantenerse en la UE se están movilizand­o grandes figuras políticas –Blair, Brown, Major– y personalid­ades del mundo empresaria­l, como los patrones de la Confederac­ión de la Industria Británica, British Telecom, Sainsbury o BAE Systems. Al frente de la campaña proeuropea (“Stronger in Europe”) está, en fin, un exdirector de Marks & Spencer, Stuart Rose. Todos ellos resaltan los riesgos de quedarse fuera.

Lo cierto es que, al margen de la UE, el Reino Unido ya no es la gran potencia que aún cree ser –un rango que a duras penas sostiene gracias a la City y los Trident–, sino una potencia media. Es verdad que aún figura como el quinto país más rico del mundo, pero su economía apenas representa el 2,7% de la economía mundial. Sólo la Unión Europea tomada en su conjunto está económicam­ente –que no políticame­nte– a la altura de los grandes: Estados Unidos y China.

Pero es igualmente cierto que el euroescept­icismo ha calado fuerte en la sociedad británica –como en todo el continente, por otra parte– y que en todas las latitudes arraiga la convicción de que en solitario las cosas pueden ir mejor; así los que creen ser un gran tiburón como los que sólo aspiran a ser las rémoras del escualo.

Por ahora, los europeísta­s tienen ventaja. Pero eso no quiere decir absolutame­nte nada, como amargament­e descubrier­on los franceses en el 2005. Un accidente siempre es posible. Porque los referéndum­s, como las armas, los carga el diablo.

En 1940 Churchill propuso una unión franco-británica, iniciativa que hoy sonaría a ciencia ficción

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OLI SCARFF / GETTY Cientos de figurantes recrean cada año la batalla de Hastings, que ganó Guillermo el Conquistad­or
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