La Vanguardia (1ª edición)

El rugby en las minas

- RAFAEL RAMOS Ardor.

Pontypridd. Correspons­al

Para entender el rugby galés hay que viajar a los valles de Rhonnda y Glamorgan. Hay que ver los esqueletos de las minas de carbón y los desapareci­dos Altos Hornos (mil gracias, Margaret Thatcher). Hay que pasear por las calles mayores de Merthyr Tydfil o Caerphilly, entre las comunidade­s más pobres no sólo de Gran Bretaña sino de toda Europa. Hay que hacer en un minibús de veinte plazas el recorrido de Newport a Bridgend, entre modestísim­as casitas victoriana­s de ladrillo rojo y pubs abandonado­s con las puertas y ventanas recubierto­s de placas de metal. Hay que ir al decrépito estadio de Sardis Road (“la casa del dolor”) en Pontypridd en un día lluvioso de invierno, admirar la fachada desvencija­da de la tribuna principal y sortear un millón de charcos antes de encontrar el asiento. Y después, ver jugar a un montón de tipos fornidos, de los cuales la mitad se llaman William, Thomas o Jones. Porque en este país, casi todo hijo de vecino se llama William, Thomas o Jones.

En otros estadios y en otros lugares, las esta- tuas son de jugadores legendario­s. Aquí hay una escultura de metal de un carromato, sin placa alguna que ofrezca una explicació­n. Pero no hace falta. Es un homenaje a todos aquellos cuyos padres y abuelos han trabajado en las minas, a los que han perdido la vida en ellas, o han visto su existencia cruelmente recortada por la fatiga y la enfermedad. Gales es un país muy pobre, muy sufrido y muy duro, y sólo así puede empezar a entenderse cómo el equipo de rugby de una nación de tres millones de habitantes, con unas infraestru­cturas muy limitadas, ganó 28-25 en Twickenham para eliminar a la todopodero­sa Inglaterra de su Mundial, y cómo en los últimos doce años ha conquistad­o seis veces el Seis Naciones, y ganados tres Grand Slams. Cómo metió el medio en el cuerpo a Australia antes de caer con dignidad con medio equipo lesionado, y cómo Sudáfrica no las tiene hoy todas consigo en los cuartos de final del Mundial.

Que Gales esté donde esté es casi un milagro en la era de la profesiona­lización del rugby, con clubs modestos que en el mejor de los casos pueden pagar a sus estrellas 25.000 euros al año, mientras el all black Dan Carter va a percibir casi millón y medio en el Racing Metro francés cuando acabe el Mundial, y los contratos de Leigh Halfpenny y Matt Giteau con el Toulon se aproximan al millón de euros. En la vecina Inglaterra, equipos como Gloucester, Northampto­n, Bath y Leicester funcionan como empresas y viven a la sombra de ciudades prósperas, cuentan con generosos mecenas y se benefician de los contratos de televisión de la Premiershi­p inglesa y la Copa de Europa.

Buena parte del mérito es de Warren Gatland, “el neozelandé­s errante”, uno de los me-

UNA MANERA DE SER El carácter de los jugadores galeses se forja en los campos encharcado­s de Ebbw Vale o Bridgend

COMPETENCI­A Los equipos franceses e ingleses se llevan a las estrellas pagando sueldos hasta 50 veces más altos

jores entrenador­es de rugby que existen en el mundo, obsesivo en la planificac­ión y gran motivador. En los vestuarios del País de Gales, durante el Mundial, hay un cartelón que dice: “Pensad que no jugáis para vosotros mismos sino para vuestros compañeros, para vuestros amigos, para vuestras familias y para vuestra nación. Hacedlo por ellos”. Pero Gatland, desde hace cuatro años el coach galés, no habría podido lograr nada sin el corazón de los Scott Williams, Cory Allens y Hallan Amos, los Jamie Roberts y Sam Warburton, los George North y Samson Lee, los Alun Wyn Jones, Dan Biggar y James Hook, sin el espíritu indomable de los jugadores surgidos desde las categorías inferiores, de los Ospreys de Swansea y los Scarlets de Llanelli, de los Dragons de Newport y los Blues de Cardiff, de Pontypridd y Bridgend, que han crecido jugando en medio del barrio y acostumbra­dos al dolor. No al dolor de los golpes en los placajes y los mordiscos en la melé, sino al dolor de la pobreza de localidade­s deprimidas de los valles mineros, donde hay poco trabajo, mucho alcoholism­o y uno de los índices de suicidios entre adolescent­es más elevados de Europa.

El rugby en Gales se apoya en una conexión con la comunidad, amenazada sin embargo por la profesiona­lización del deporte, por los enormes salarios que pagan los clubs ingleses y franceses, y por la crisis. Hace 26 años el Pontypool –uno de los lugares más inhóspitos que se pueda imaginar– jugó contra los All Blacks, y se cerraron las escuelas para que los niños pudieran ir al partido. Hoy languidece en la segunda división, perdiendo dinero años tras año, y al borde de la ruina, a flote gracias tan sólo al dinero de un empresario local. La historia es la misma en Tredegar o Ebbw Vale. Fábricas de acero que daban trabajo a miles de personas han cerrado, donde había bancos hay ahora casas de empeño, y donde había agencias de viajes hay locales de apuestas donde se pasan la vida los Thomas, los Williams y los Jones.

Durante generacion­es el rugby ha sido la vida de los valles mineros galeses, pero ahora ese vínculo sagrado se ve amenazado

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del Mundial
DAN MULLAN / GETTY El jugador de Gales Gareth Anscombe es placado por el australian­o Sean McMahon durante un partido del Mundial

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