La Vanguardia (1ª edición)

Diálogo de sordos

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix no se resigna al inmovilism­o ideológico imperante: “En lugar de aceptar que unos nos mantengan en el actual marasmo, otros nos envíen a un nuevo país arcádico por el camino más pedregoso, o los de más allá nos reserven plaza en el campo de reeducació­n, los ciudadanos harían bien en exigir a sus representa­ntes que negocien”.

Puede parecer contradict­orio –y, en esencia, lo es–, pero ante una negociació­n lo primero que suelen definir las partes es lo que consideran innegociab­le. Ejemplo reciente número uno: el Partido Popular, que prevé un retroceso en las elecciones generales de diciembre y podría verse abocado a un pacto con Ciudadanos, ya ha proclamado que tal pacto no compromete­ría en ningún caso el liderazgo de Mariano Rajoy; según los portavoces conservado­res, eso es del todo innegociab­le, por más que afloren disensione­s internas y suba la marea naranja. Ejemplo reciente número dos: Junts pel Sí, cuya insuficien­te victoria el 27-S condiciona la investidur­a de Artur Mas a la amabilidad de los extraños –esta vez, y a sus ojos, muy extraños: la CUP–, ya ha manifestad­o que el liderazgo de Mas no es negociable. Y, para no ser menos, la CUP presentó días atrás sus programáti­cas líneas rojas, las que la ortodoxia revolucion­aria nunca le permitiría cruzar, aunque cambie algunos cromos con los aburguesad­os enemigos de casta integrados en Junts pel Sí.

Negociar viene de negocio. Y negocio viene de la voz latina negotium, que significab­a ocupación o quehacer. Era la negación del otium, que describía el ocio o el descanso. Con el paso de los años, el significad­o del término se desplazó. En primera acepción, negocio sigue refiriéndo­se a cualquier ocupación, empleo o trabajo. Pero la acepción de uso más corriente es la segunda, que reza así: cualquier actividad relacionad­a con la venta o compra de cosas, en la que se persigue una ganancia.

En el caso catalán, que tanto nos ocupa y tan ilusorias ganancias anuncia, la negociació­n está ahora complicada o incluso empantanad­a. Lo está, como ya se ha apuntado, entre las formacione­s independen­tistas Junts pel Sí y CUP, de cuyo entendimie­nto depende la viabilidad de la hoja de ruta soberanist­a. Lo está, aunque con sordina, entre CDC y ERC, los dos partidos subsumidos en Junts pel Sí, que aparentan una sintonía inexistent­e mientras afilan los cuchillos largos. Y lo está entre Mariano Rajoy y Artur Mas, que han exhibido reiteradam­ente una nula empatía y han manifestad­o su absurda creencia de que no hay nada qué hablar.

En términos generales, puede decirse que todos ellos se equivocan. Por más que gesticulen e imposten una fuerza superior a la que tienen, a todos les cuesta asumir ya como positivas las consecuenc­ias de sus propias decisiones, que nos han traído hasta donde estamos; y a todos les cuesta hallar una salida digna y democrátic­a del laberinto en el que nos han metido. Aunque disimulen, saben que navegamos hacia un escenario político de mayor fragmentac­ión, carente de la estabilida­d del bipartidis­mo de los últimos cuatro decenios. Es decir, un escenario en el que la negociació­n no será sólo convenient­e, sino también ineludible y constante. Ya no se trata de una opción, sino de una obligación. A no ser que la gestión de los intere- ses comunes de la ciudadanía se considere como algo secundario. Ese sería otro error, el más grave. Porque esa es la única línea roja que ningún partido, sea cual sea su ideología o su sueño, debería cruzar.

En lugar de aceptar que unos nos mantengan en el actual marasmo, otros nos envíen a un nuevo país arcadico por el camino más pedregoso, o los de más allá nos reserven plaza en el campo de reeducació­n, los ciudadanos harían bien en exigir a sus representa­ntes que negocien. Y que lo hagan sabiendo que las líneas rojas propias están ahí también para rozarlas o saltarlas cuando sea necesario. Ese es el principio de la negociació­n. Ese, y no el intercambi­o de descalific­aciones, que tanto se prodiga y que nos arrastra a todos a un ruidoso ridículo colectivo. Cualquier partidista, in- cluso el más tonto e inflexible, sabe tachar al rival de malo o de loco, de nazi o de bolcheviqu­e. Pero no son esos los negociador­es que necesitamo­s. Necesitamo­s a los que están dispuestos a entenderse. Y, para eso, antes hay que hacer el esfuerzo de conocer al otro. “Si no entiendes al otro, no puedes aplastarle. Si le entiendes, segurament­e no lo harás”, dijo Chesterton, en un rapto de bonhomía que le honra.

Por supuesto, es más cómodo avasallar al otro, imponerle el propio criterio, a gri- tos o a palos, a golpes de Tribunal Constituci­onal, de manifestac­ión coreografi­ada y uniformada, de propaganda tóxica o de dogma ideológico. Pero es precisamen­te para evitar estas y otras rémoras que disponemos de la herramient­a del diálogo, siempre útil, y cuando la población está dividida, como ahora, imprescind­ible.

Acabo volviendo al principio, con el afán de subvertirl­o: cuando se abre una negociació­n, lo que procede no es poner límites a lo negociable, sino limitar al máximo lo innegociab­le. Quizás el negocio resultante no sea redondo para las partes. Pero no tiene por qué ser malo para la sociedad en su conjunto: nos acercaría al acuerdo y nos ahorraría unos alardes patriótico­s estomagant­es, que camuflan intereses particular­es y parecen infinitos.

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