El súbito exilio de Nur Alchiej
La guerra de Siria se ha tragado aquel Damasco vital y cosmopolita y ha truncado la vida a miles de familias, como los Alchiej
Nur Alchiej creció en Damasco, en un barrio donde a nadie le extrañaba que en una casa musulmana luciera el árbol de Navidad y donde una familia cristiana felicitaba a sus vecinos cuando acababa el Ramadán. Mientras estudiaba Biología, la principal discusión con sus padres –ella, arquitecta, y él, empleado en la universidad– era a qué hora debía volver a casa. Cuando no era un festival de cine, era uno de jazz o un concierto… A Nur, la segunda de cinco hermanos, le encantaba viajar, y en septiembre del 2009 se matriculó en el máster internacional de Relaciones Euromediterráneas de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. En el 2010 regresó a Damasco porque se casaba su hermana. Fue la última vez. Estalló la pri
mavera árabe y ha vivido desde la distancia la salvaje represión con la que el Gobierno de Bashar el Asad intentó silenciar a quienes reclamaban más libertad. Y luego la guerra civil. Y los extremismos. Hace unos días se reencontró con su hermano mayor en Alemania, en un campo de refugiados.
En mayo del 2010, la familia Alchiej comió junta por última vez. “Nunca, nunca, pensé que algo así podría pasar en mi país… Éramos una familia normal, feliz... y ahora sólo quedan en Damasco mis padres y mis dos hermanas”, explica. No se imaginaba enganchada a la pantalla del ordenador, viviendo a través de Facebook y las redes sociales la desaparición de amigos, de parientes, de vecinos. Las torturas y las detenciones y los disparos de los francotiradores. Este verano siguió con inquietud y profunda tristeza la masiva huida de sus compatriotas, convertidos en refugiados. Y menos podía imaginar que entre esos adultos y niños estaban su hermano mayor, Anas (35 años), con su mujer y sus dos hijos (de dos meses y dos años), a quienes ni conocía.
“Anas no dijo nada a nadie para no preocuparnos”. Él es economista, y además de dar clases en la universidad tenía una solvente empresa de training para recién licencia- tera hasta la isla griega de Kos y de ahí, en ferry hasta Atenas. Luego en autobús hasta la frontera con Macedonia. Entraron andando en aquel país, donde estuvieron detenidos dos días. Por entonces ya habían tirado la maleta y viajaban sólo con una mochila repleta de medicamentos y pañales para los niños. Y el dinero que quedaba.
En bus y a pie, con los hijos en brazos, cruzaron Macedonia. Llegaron a Serbia. De Belgrado a Hungría. De Budapest en taxi hasta Austria y de ahí quince últimas horas en autobús hasta Alemania. “Al menos ellos tenían algo de dinero, podían dormir en hostales y no pasar la noche por la calle o en un parque, como tenían que hacer los jóvenes que iban con ellos y que les ayudaban a llevar a los niños... Es que lo pienso y no me lo puedo creer; somos incapaces de creer que estamos así”, repite Nur. Anas la llamó el 14 de septiembre desde Viena, donde vive un primo. “Fue tan impactante... Mi hermano mayor viajando en pate- dos. Su mujer, ingeniera informática, dirigía una revista especializada. Anas retrasó tanto como pudo su incorporación al servicio militar, hasta que en marzo recibió la maldita carta del Gobierno. Debía incorporarse de inmediato al ejército. Consiguió un precontrato de una universidad de Abu Dabi y tuvo que viajar solo porque no le concedieron el visado al único hijo que tenía entonces. Ni siquiera pudo viajar a Siria para ver cómo nacía Yusef, el segundo. Cuando acabó el contrato (tres meses), tenía tres opciones: quedarse en Abu Dabi ilegalmente (no le concedían el permiso de residencia), regresar (para ir al ejército o ser detenido) y una tercera posibilidad, viajar a Turquía y encontrarse ahí con su mujer y sus hijos. Y eso hicieron.
El 24 de agosto, ya en Turquía, tomaron la decisión: contratar a los traficantes. Pagaron 9.000 euros (una fortuna en liras sirias) y la familia se jugó la vida viajando en pa- ra... “Y yo viéndolo por la tele...”, comenta Nur. La familia tiene un grupo de WhatsApp. “Te parecerá increíble, pero nunca hablamos de la guerra, mi madre nunca me cuenta si se quedan sin luz, si les falta comida o si han bombardeado... Nunca se queja... Intenta mantener una relación normal de madre e hija. Me pregunta por cosas cotidianas, si como bien, qué hago, cómo están mis amigos, si tengo novio...”, explica Nur. Como si la guerra fuera algo lejano. Como si los tres hijos que se han ido pudieran volver a casa cualquier día. Como si su tío detenido –y desde entonces desaparecido– por esconder en su tienda a un par de manifestantes que ni conocía pudiera llamar en cualquier momento. Como si sus otros tíos no hubiesen tenido que huir a Egipto y otros a Canadá y los de Viena... Como si Anas y su familia hubieran viajado tranquilamente en avión de Turquía a Alemania. “Les dijimos esto a nuestros padres para no preocuparlos más... Y si no se lo han creído, lo disimulan...”.
Pero el viaje en patera de Anas con los pequeños Yusef y Osam ha sido un duro golpe. Cuando la familia llegó a Alemania, descansó un par de días en Mulheim en casa de Alaa, el cuarto hijo de los Alchiej. Este, licenciado en Químicas, pudo salir de Siria en el 2011 para hacer el doctorado y trabaja en un centro de investigación.
Al cabo de dos días, la familia pidió asilo a las autoridades y los cuatro fueron trasladados a un campo de refugiados. Allí esperan junto a miles de compatriotas, mientras se tramitan los papeles. “Cogí el primer vuelo que pude y me fui a Alemania”, explica Nur. Se marchó cargada con 80 kilos de equipaje: ropa para sus sobrinos, dos cochecitos, sábanas, algún juguete... “No tenían nada, y cuando conté a mis amigos la situación, en menos de 24 horas tenía de todo, fue increíble”.
Una vez en Alemania, ella y su hermano Ala, hablaron con uno de los funcionarios del campo de refugiados, en zona militar. Expusieron la situación, “hacía cinco años que no nos veíamos, había venido expresamente, les llevaba ropa...”. Hicieron una excepción. Les dejaron
verse. En el jardín, sin entrar a las habitaciones y sólo unas horas. “Fue increíble, conocí a mi cuñada y a los niños... Oí por primera vez ‘tía Nur’... Nos abrazamos mucho, fue tan emocionante y tan triste a la vez... Nosotros, reencontrándonos en un campo de refugiados...”. Nur se quedó tres días más con su hermano Alaa. “Hablamos de todo... Queremos traer a nuestros padres y a nuestra hermana pequeña, al principio no querían, pero la situación cada vez es peor; si Anaas consigue el refugio político, ella quizás podría venir como menor...”. ¡Cómo ha cambiado todo! Los Alchiej. Una familia acomodada y trabajadora. Maysun (60 años) era joven cuando nació Anas, el mayor, el responsable, el disciplinado. Luego Nur, la inquieta, la solidaria, la viajera, la que un día decidió quitarse el pañuelo. Detrás de ella, Dima, licenciada en Filología Árabe, jugaba a ser la mamá de todos. El cuarto fue Alaa, el químico y guitarrista, con la música a todas partes. La última, Dana, que nació en el 2001 y es la artista de la casa. Le encanta leer y escribe poemas. Y ahora, ponen sus vidas en manos de traficantes. “Mis hermanos nunca irían a la guerra, ¡matar es de locos!”, exclama Nur.
Pero en Damasco nadie escapa. También Dima y su esposo (que trabaja en un ministerio) han vivido su propio infierno. Una noche, en el 2013, llamaron a la puerta. Un grupo armado quería entrar en casa y él lo impidió. Dentro estaban las niñas, Ragad tenía dos años, y Leen era un bebé. Así que se lo llevaron. Dima vio desde el balcón cómo le pegaban y lo metían en un coche. Cuando llamó a su suegro estuvo quince minutos llorando sin poder articular palabra. Proliferaban los grupos armados de delincuentes –ni del ejército de El Asad ni de los rebeldes– que se dedicaban a enriquecerse a costa de secuestrar civiles y pedir rescates. Al cuñado de Nur lo escondieron en el lavabo de una casa próxima a una mezquita. Milagrosamente, un niño oyó sus gritos y lo explicó. Contra todo pronóstico, el marido de Dima fue rescatado con vida. “Ellos no se marchan porque no tienen suficiente dinero para pagar a los traficantes”, dice Nur. La segunda de los Alchiej viajó a Tarragona para un año. Llegó en septiembre del 2009, en plenas fies- tas de Santa Tecla. Santa Tecla, su santa, la que tiene un monasterio en Maalula (Siria), donde parece que está enterrada, donde la leyenda dice que la montaña se abrió para que la santa pudiera huir de sus perseguidores. “Un lugar mágico, de visita obligatoria”, sonríe.
Nur se enamoró de Tarragona, de la Part Alta, cuyos callejones le recuerdan a su Damasco. Comenzó el máster y luego el doctorado. Tuvo que cambiar la temática de su tesis, porque no podía volver a Siria a hacer el trabajo de campo, y acabó analizando los factores religiosos y políticos que han desencadenado la actual crisis centrándose en la tiranía y el extremismo. Voluntaria en Damasco de la Media Luna (Cruz Roja) desde el 2003, Nur ha trabajado durante años con los refugiados (miles) de Libano o Iraq que acogía su país. “Eso me enseñó que la pobreza y el subdesarrollo suelen ir acompañados de ignorancia lo que significa vulnerabilidad y miedo al cambio; el problema no son las religiones, sino la pobreza, porque así es fácil alimentar el extremismo”.
Al principio, Nur creyó que la revolución era el principio del fin de la corrupción instalada en su país, un Estado socialista oficialmente laico, con la universidad gratuita, pero donde estaba prohibido cuestionar el sistema y discutir de política. En Siria convivían suníes como los Alchiej (74% de la población), con alauíes (10%, la minoría a la que pertenece la dinastía Asad), chiíes, cristianos, drusos... Pero la revolución se convirtió en guerra civil. “El Estado Islámico es un efecto colateral que se crece con la pobreza y la vulnerabilidad, la comunidad internacional debió intervenir antes y no con armas, con política, implicándose”. A Nur la guerra le ha impuesto una “tristeza permanente, de fondo, una sensación de dureza y a la vez de vulnerabilidad...”. Nunca recuperará a algunos amigos, su ciudad, las casas... Media familia sigue allí.
EL CONFLICTO “Mis hermanos nunca irían a la guerra, han preferido marcharse, ¡matar es de locos!” LA FAMILIA “Mamá nunca me dice si ha habido un bombardeo o si están sin luz, no se queja...” LOS TRAFICANTES “Pagaron 9.000 euros, sólo llevaban la mochila con pañales para los niños y medicamentos” LA REVOLUCIÓN “El problema no son las religiones, es la pobreza, de ella se alimenta el extremismo”