Insumisión colonial
Antoni Puigverd analiza el contexto político: “Es preciso aclarar que la desobediencia que propone la CUP se inspira en la resistencia no violenta que caracterizó la lucha de Gandhi en la independencia de India. Ahora bien: el esquema colonial indio no tiene nada que ver con Catalunya. Allí una minoría colonial imponía sus leyes a la población”.
Un novelista olvidado escribió, hablando del París de la Comuna, que “las revoluciones no se hacen con agua de rosas”. La frase envuelve una obviedad: no hay cambio sin trauma. O lo que es lo mismo: no hay ruptura de la ley sin costes; no hay desobediencia sin desorden.
Después de una semana presidida de nuevo por las emociones (comparecencias judiciales, apoyo masivo, esteladas, y el brazo alzado de Artur Mas desplegando con la mano abierta las cuatro barras –¡ay, qué mal se fija este gesto en las retinas de Europa!)–, Catalunya entra en reflujo, en espera del pacto que intentan fabricar Junts pel Sí y el partido de moda, la CUP. Junts pel Sí es un típico guiso catalán de elementos aparentemente contradictorios, pero que puede salir sabroso (un mar y montaña, por ejemplo, es decir, una mezcla de pescado y carne, una Große Koalition que combina, como en Alemania, liberalismo y socialdemocracia). Y la CUP es el partido de los universitarios más ideologizados de la menestralía catalana; pero también es el heredero posmoderno de una de las tradiciones políticas catalanas más importantes: el anarquismo.
A finales del XIX y durante el primer tercio del siglo XX (recogiendo el legado del federalismo pimargalliano), el anarquismo fue una corriente catalana determinante. El “noucentisme” (versión cultural del nacionalismo entonces naciente) se ha llevado la fama gracias al triunfo del nacionalismo en la actual etapa democrática. Pero, en aquella sociedad tan socialmente injusta, tan obscenamente fracturada entre ricos y pobres, el anarquismo tuvo un papel extraordinario, de la misma manera que dejó también trágica huella de sus excesos. El anarquismo organizó a la clase obrera, entonces sin derecho alguno, expuesta a todo tipo de abusos, sometida a crueles y miserables condiciones de vida. La organizó sindicalmente (CNT) y le dio un horizonte moral, intelectual y cultural (cooperativas, ateneos, alfabetización, pedagogía alternativa, ideales de fraternidad universal). Su éxito masivo dio lugar a una bifurcación: pragmáticos o revolucionarios, pacifistas o violentos, cultos o descamisados, terroristas o posibilistas, idealistas o anticlericales.
El anarquismo contribuyó a la eclosión de episodios brillantes de la cultura catalana como el modernismo, el cooperativismo o la renovación pedagógica. Pero quedó muy manchado por los episodios vio- lentos. Los atentados con bombas en aquella Barcelona del “pistolerismo” blanco y negro, cuando las patrullas de obreros y los de la patronal se mataban por las calles. Y las sistemáticas matanzas de religiosos y de “gente de orden” que la FAI auspició entre el 19 de julio de 1936 y mayo de 1937.
La memoria de estos episodios bárbaros explica que el componente anarquista catalán no encontrara la manera de arraigar en la democracia actual. Ahora rebrota de una manera singular, como expresión de un ADN libertario que nunca ha desaparecido por completo de la tradición catalana; un ADN que rechaza al Estado no solo porque encorseta la realidad catalana, sino por el mero hecho de ser Estado, es decir, una forma de poder jerárquico que “cristaliza en casta” como explicaba la semana pasada en El Punt Avui el escritor y diputado de la CUP Julià de Jòdar. El gen anarquista catalán regresa de la mano de los movimientos alternativos y altermundistas. Regresa como expresión política de una densa red de centros culturales y de barrio, cooperativas de todo tipo y colectivos solidarios; como respuesta juvenil a la crisis económica que es también una crisis generacional; y como destilación universitaria de la crítica al capitalismo.
Desobediencia es la palabra política clave de esta corriente. Artur Mas, que los necesita, se resiste a abandonar la ambigüedad. Se protege tras el escudo de unos argumentos legales para sostener que no ha cometido la desobediencia de que le acusa el fiscal. Pero, al mismo tiempo, el propio fiscal le ayuda a representar el papel de héroe desobediente. Ahora bien: el tiempo de la ambigüedad se acaba y la desobediencia, más que una tentación, puede ser una obligación.
Es preciso aclarar que la desobediencia que propone la CUP se inspira en la resistencia no violenta que caracterizó la lucha de Gandhi en la independencia de la India. Ahora bien: el esquema colonial indio no tiene nada que ver con Catalunya. Allí una minoría colonial imponía sus leyes a la población. Aquí, si bien casi la mitad de los votantes se han mostrado partidarios de la independencia, la otra mitad o está radicalmente en contra o desea otras opciones no rupturistas. El ejemplo más recurrente de desobediencia que propone la CUP es la ley de Educación de Wert. “¡Ya debería-
No hay desorden sin un fuerte deseo de orden: después de una revolución suele triunfar la contrarrevolución
mos haberla desobedecido!”, afirma Antonio Baños. ¿Pero qué pasaría si un director de escuela no quisiera obedecer la desobediencia de la consejera? No estoy haciendo un juego de palabras: en un país tan complejo como Catalunya la desobediencia generaría una lógica de todos contra todos: los alumnos tendrían argumentos para desobedecer a los profesores, los profesores a los directores, los directores a la consejería...
El nacionalismo catalán debería no olvidar que todas las revoluciones acaban generando un efecto bumerán: el desorden acaba suscitando un fuerte deseo de orden. Pasó en la Francia revolucionaria, pasó después de nuestra Setmana Tràgica (1909), pasó después del 1934 y del 1936. Después de una revolución suele triunfar la contrarrevolución.