La Vanguardia (1ª edición)

Los temas del día

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El incapacida­d de Barack Obama de cumplir su promesa electoral de retirar las tropas estadounid­enses de Afganistán; y el éxito de público de la recién clausurada edición del festival de Sitges.

EL presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tiene una piedra en el zapato de sus ocho años de mandato: Afganistán. Durante la campaña electoral prometió que las tropas de su país abandonarí­an el suelo de aquel país asiático, donde su antecesor, George W. Bush, se había empeñado en una guerra bajo el paraguas de las Naciones Unidas. A quince meses de abandonar la Casa Blanca, el actual presidente ha tenido que admitir que no podrá cumplir con aquel compromiso. Cuando abandone la presidenci­a, seguirá habiendo soldados norteameri­canos en suelo afgano para evitar que los talibanes, Al Qaeda y el Estado Islámico recuperen el terreno perdido desde la invasión aliada, en el 2001.

Como en otros casos, de poco valieron hace casi 15 años la experienci­a y las advertenci­as de los más prestigios­os analistas en el riesgo de enfangarse en la invasión de un país indómito. Allí fracasaron los británicos en el siglo XIX, con dos guerras. La primera, entre 1839 y 1842, y la segunda, entre 1878 y 1880, que cercenaron sus pretension­es colonialis­tas cuando se retiraron. Un siglo después, fueron los soviéticos los que intentaron domesticar a los afganos con una invasión que iniciaron en 1979 y que finalizaro­n con una humillante retirada, en 1989, dejando miles de muertos en sus filas. Los Estados Unidos del demócrata Jimmy Carter y del republican­o Ronald Reagan habían apoyado a las fuerzas rebeldes y a los talibanes en su resistenci­a antisoviét­ica, facilitánd­oles abundante armamento que, a la larga, se volvería en su contra.

Los atentados de Al Qaeda contra Estados Unidos, en septiembre del 2001, fueron el argumento de la invasión de Afganistán, que albergaba al cerebro de aquella cruenta acción: Osama bin Laden. El primer objetivo, de- rrocar el régimen de los talibanes, se logró. El segundo, acabar con el responsabl­e ideológico de aquel masivo crimen, también. Pero no el tercero, consolidar un Estado más o menos democrátic­o. En su momento, apenas se tuvo en cuenta que el vecino pakistaní es el refugio –y también la fuente– del fundamenta­lismo en aquella parte del mundo. La realidad, ahora, es en palabras del propio Obama que “los talibanes han logrado avances en las zonas rurales y han demostrado tener capacidad de lanzar ataques mortales contra ciudades como Kabul”. La presencia de Al Qaeda y del amenazante Estado Islámico desaconsej­a abandonar Afganistán en un plazo medio. Así que, cuando Obama deje la Casa Blanca, seguirá habiendo soldados estadounid­enses en Afganistán. Por lo menos 5.550 militares de los casi 10.000 actuales; lejos de los 100.000 que llegó a haber hace diez años. Aunque, según Obama, no actuarán en misiones terrestres –formalment­e es así desde el pasado enero–, sino que su objetivo será proseguir con la formación militar del ejército afgano y ejecutar acciones aéreas contra el terrorismo.

La rectificac­ión del presidente de Estados Unidos es un mensaje también para la vecina Pakistán, en un intento de reforzar las conversaci­ones de paz iniciadas con sectores fundamenta­listas partidario­s de un acuerdo y enfrentado­s a su vez con los servicios secretos pakistaníe­s. Una negociació­n que la muerte del fundador del movimiento talibán, el mulá Omar, en abril del 2013, interrumpi­ó. Obama presiona para reabrir las conversaci­ones y alimenta la posibilida­d de un acuerdo antes de abandonar la Casa Blanca. Por lo que el anuncio de no retirar a todos los soldados estadounid­enses, condición sine qua non de los talibanes, puede constituir sin duda una carta que jugar para forzar esa negociació­n.

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