La Vanguardia (1ª edición)

La guerra de sucesión

El desfondami­ento de Podemos y el auge de Ciudadanos, aunque previsible­s, difícilmen­te frenarán la victoria del PP

- Carles Castro

Nadie tiene más éxito que los sucesores. Y una legislatur­a completa bajo un gobierno que sufre unos niveles insólitos de desgaste puede llegar a producir infinitos sucesores virtuales. Estos aspirantes a la sucesión cubren un vacío de expectativ­as defraudada­s, aunque difícilmen­te resisten el desgaste de manejarse en la oposición. Por eso suelen resultar efímeros y pierden brillo a medida que se aproxima la cita con las urnas, como las falsas liebres de las primarias de EE.UU. Sólo un desgaste definitivo del gobierno de turno (que es siempre quien pierde las elecciones) puede consolidar un candidato a la sucesión. Algo así como lo ocurrido en 1982 o incluso en 1996. La pregunta es si el desgaste del Gobierno de Mariano Rajoy es tan irreversib­le como para que su relevo sea inexorable.

Sin embargo, a apenas dos meses de la cita electoral, el debate sigue centrado en los sucesores mejor colocados. Hace un año, y tras su eclosión en los comicios europeos, el sucesor por naturaleza era el líder de Podemos, Pablo Iglesias. Ahora, en cambio, y tras el desenlace de las elecciones catalanas, el principal aspirante a pronunciar la frase “yo iba a ser el próximo presidente del gobierno” es Albert Rivera, fundador y líder indiscutid­o de Ciudadanos. De hecho, el desfondami­ento de Podemos era previsible, con independen­cia de su amarga derrota en las elecciones catalanas. El desenlace del 27-S se ha limitado a acentuar los defectos operativos de Podemos y las virtudes genéticas de Ciudadanos. Y esos factores explican el sorpasso de Rivera.

Para empezar, Podemos es una amalgama de grupos radicales, en contraste con los orígenes más templados de Ciudadanos. Y aunque el partido naranja ha actuado también como receptor de exmilitant­es del PP (el propio Rivera) o del PSOE, su líder ha forjado –por ahora– un partido que exhibe una disciplina de hierro y un principalí­simo liderazgo unipersona­l. Quizás la fallida experienci­a de UCD –un centro genuino en el que convergían liberales, democristi­anos y socialdemó­cratas mal avenidos– ha actuado como una eficaz vacuna.

En contraste, el partido de Pablo Iglesias es más polifónico, y ese carácter coral, unido a la procedenci­a ideológica de la mayor parte de sus componente­s, se ha traducido en un discurso trufado de contraindi­caciones. Es decir, frente al centro químicamen­te puro de Ciudadanos –con un mensaje amable que recoge “lo mejor de la izquierda y de la derecha”, salvo en política territoria­l–, muchos líderes de Podemos son rehenes de los tics y los prejuicios de la extrema izquierda de la que proceden. Y sus mensajes –como los emitidos con motivo del 12 de octubre– alejan inevitable­mente a los electores más desideolog­izados que inicialmen­te simpatizab­an con Podemos como respuesta a un bipartidis­mo desgastado por la crisis, los recortes y los escándalos.

Además, mientras los dirigentes de C’s no parecen tener historia, los episodios de radicalida­d persiguen a los líderes de Podemos y acentúan su desgaste mediático y su imagen de una izquierda lúgubre y revanchist­a. Y mientras las candidatur­as municipale­s vinculadas al partido de Iglesias siguen lejos de brindar un balance espectacul­ar, el partido de Rivera rentabiliz­a una inmaculada oposición que consiste en atornillar a las dos grandes formacione­s (en Madrid o en Andalucía) con taumatúrgi­cas propuestas de regeneraci­ón, menos presión fiscal y más dinero para servicios públicos.

El escaso desgaste político de Ciudadanos cuenta con la inestimabl­e ayuda de unos pactos ambidextro­s que refuerzan su fachada de equidistan­cia y moderantis­mo. Y ese activo contrasta con el deterioro que inevitable­mente ha supuesto para Podemos la experienci­a griega del Gobierno de Syriza. Las imágenes del corralito heleno durante el pulso imposible de Tsipras con la UE se asocian a un programa, el de Podemos, combativo pero cambiante y que parece más apto para repartir la pobreza que la riqueza.

Finalmente, uno de los factores decisivos en la aceleració­n de C’s es la propia imagen de marca que encarna Albert Rivera. Su implícita síntesis de la mejor versión de Adol- fo Suárez y Felipe González se agranda en la España castellana con el valor añadido que supone personific­ar la fisonomía del “buen catalán” que no tiene dudas sobre su españolida­d. Y ese es un valioso plus electoral en un momento de conflicto territoria­l sobre el que nadie ha hecho la menor pedagogía.

Ahora bien, las expectativ­as elec- torales necesitan siempre el ajuste de la realidad. En el caso de Podemos, los sondeos llegaron a situar al partido de Iglesias a la cabeza del voto declarado y por delante del PSOE en voto estimado: un 24%, según el CIS de enero pasado. Sin embargo, en las elecciones autonómica­s de mayo, el voto global a Podemos no llegó al 14% (y el de C’s quedó por debajo del 10%). Y esa es la realidad global, aunque Podemos lograra el 21% de los sufragios en Aragón y C’s rozase, más tarde, el 18% de los votos en Catalunya.

Los dos meses hasta el 20-D son una eternidad en política. Por ahora, la mejora de las percepcion­es sobre la economía no se traduce en mayores niveles de confianza y apoyo a un Gobierno refugiado en el perpetuo autoaplaus­o, pero que sigue por delante en los sondeos. Y es que para muchos electores de cualquier signo, el vértigo del cambio se resume siempre en el mismo enunciado: más vale lo malo conocido.

Podemos tenía en enero un 24% de intención de voto y no llegó al 14% en las regionales de mayo El partido de Iglesias es rehén de su origen en la izquierda radical frente al centrismo de C’s Ciudadanos rentabiliz­a la oposición y Podemos carga con el lastre de su homólogo griego Rivera aparece como el “buen catalán” y Rajoy y Sánchez cuentan con el vértigo a lo desconocid­o

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