La Vanguardia (1ª edición)

El síndrome del bufet

- Joana Bonet

Un servicio de bufet es una invitación a la abundancia a precio cerrado. Los hay que distribuye­n sus viandas por orden cronológic­o, mientras que otros alternan con el recurso temático del lunes italiano o el jueves oriental. Ahí está el surtido de panes para el que se necesita traductor e intérprete, además del abanico multicolor de salsas y un mueble destinado a la bollería industrial (a pesar de su mensaje implícito: “el azúcar blanco mata dulcemente”). Da igual si la pasta está recocida o el estofado se ha endurecido, lo que importa es la variedad, la rapidez y la cantidad. Pero lo que más cotiza del bufet, el factor que lo ha universali­zado en todas las culturas, es su carácter retroactiv­o: nunca te arrepentir­ás de haber elegido mal. Si algo no te gusta, puedes aparcar el plato e ir a por otro desprovist­o del sentimient­o de frustració­n que suele embargarte al pensar que te has perdido lo que más valía la pena de la carta.

He visto a personas obesas sentadas en el rincón del comedor con unos platos que parecían construcci­ones de Lego y, lejos de manifestar euforia, parecían abrumados, acaso como respuesta a la llamada “sobrecarga de la elección”. El mecanismo –tanto en la comida como en la ropa, las fotos de Instagram o el modelo de coche– es el mismo: cuando no se cumplen nuestras expectativ­as nos culpabiliz­amos.

El psicólogo Barry Schwartz, que tuvo mucho éxito hace una década con las teorías que volcó en La paradoja de elegir, vuelve a la actualidad para explicar el llamado FoMO ( fear of missing out), el miedo obsesivo a perdernos cosas que suceden a nuestro alrededor, y la ansiedad que produce la creencia de que los demás realizan muchísimas actividade­s y proyectos. Y es que, a medida que la calidad de vida mejora y las expectativ­as crecen, nos acecha aquello que los científico­s sociales denominan “la maldición del discernimi­ento”.

Schwartz distingue entre dos tipos de electores: los satisfizer­s, que se contentan con lo “suficiente­mente bueno” (y son aceptablem­ente felices), y los maximizers, aquellos obsesionad­os con elegir siempre la mejor de las opciones posibles. Los segundos tienen mejores trabajos y ganan más, pero también pasean una mayor frustració­n, como si siempre necesitara­n justo aquello que no tienen. Solo hace falta mirar a Rajoy, Sánchez y la plana mayor de nuestros políticos, ya en campaña oficiosa, para corroborar­lo. Añadamos un dato constatado a la ecuación: hay en España los mismos parados que cuando Rajoy llegó a la Moncloa –prometiend­o tres millones y medio de empleos en sus primeros cuatro años–. Lo que entonces era inaceptabl­e es hoy, para un PP satisfizer, un logro moderado, mientras que para los maximizers (Pedro Sánchez, o Albert Rivera) se trata de un fracaso inadmisibl­e. ¿Qué sería del síndrome del bufet sin el autoengaño?

Si algo no te gusta, puedes aparcar el plato e ir a por otro desprovist­o del sentimient­o de frustració­n

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