El síndrome del bufet
Un servicio de bufet es una invitación a la abundancia a precio cerrado. Los hay que distribuyen sus viandas por orden cronológico, mientras que otros alternan con el recurso temático del lunes italiano o el jueves oriental. Ahí está el surtido de panes para el que se necesita traductor e intérprete, además del abanico multicolor de salsas y un mueble destinado a la bollería industrial (a pesar de su mensaje implícito: “el azúcar blanco mata dulcemente”). Da igual si la pasta está recocida o el estofado se ha endurecido, lo que importa es la variedad, la rapidez y la cantidad. Pero lo que más cotiza del bufet, el factor que lo ha universalizado en todas las culturas, es su carácter retroactivo: nunca te arrepentirás de haber elegido mal. Si algo no te gusta, puedes aparcar el plato e ir a por otro desprovisto del sentimiento de frustración que suele embargarte al pensar que te has perdido lo que más valía la pena de la carta.
He visto a personas obesas sentadas en el rincón del comedor con unos platos que parecían construcciones de Lego y, lejos de manifestar euforia, parecían abrumados, acaso como respuesta a la llamada “sobrecarga de la elección”. El mecanismo –tanto en la comida como en la ropa, las fotos de Instagram o el modelo de coche– es el mismo: cuando no se cumplen nuestras expectativas nos culpabilizamos.
El psicólogo Barry Schwartz, que tuvo mucho éxito hace una década con las teorías que volcó en La paradoja de elegir, vuelve a la actualidad para explicar el llamado FoMO ( fear of missing out), el miedo obsesivo a perdernos cosas que suceden a nuestro alrededor, y la ansiedad que produce la creencia de que los demás realizan muchísimas actividades y proyectos. Y es que, a medida que la calidad de vida mejora y las expectativas crecen, nos acecha aquello que los científicos sociales denominan “la maldición del discernimiento”.
Schwartz distingue entre dos tipos de electores: los satisfizers, que se contentan con lo “suficientemente bueno” (y son aceptablemente felices), y los maximizers, aquellos obsesionados con elegir siempre la mejor de las opciones posibles. Los segundos tienen mejores trabajos y ganan más, pero también pasean una mayor frustración, como si siempre necesitaran justo aquello que no tienen. Solo hace falta mirar a Rajoy, Sánchez y la plana mayor de nuestros políticos, ya en campaña oficiosa, para corroborarlo. Añadamos un dato constatado a la ecuación: hay en España los mismos parados que cuando Rajoy llegó a la Moncloa –prometiendo tres millones y medio de empleos en sus primeros cuatro años–. Lo que entonces era inaceptable es hoy, para un PP satisfizer, un logro moderado, mientras que para los maximizers (Pedro Sánchez, o Albert Rivera) se trata de un fracaso inadmisible. ¿Qué sería del síndrome del bufet sin el autoengaño?
Si algo no te gusta, puedes aparcar el plato e ir a por otro desprovisto del sentimiento de frustración