¿Quién es el centro de qué?
Si miramos cualquier ilustración medieval de un aula universitaria y la comparamos con una fotografía de una actual, sorpresa: no ha cambiado nada, excepto el número de alumnos, y aún. A veces incluso el color de las mesas es el mismo. Y siguen bien atornilladas al suelo, no sea que se olvide que se trata de una relación unidireccional. Eso era antes de que delante de cada cara hubiera un portátil, que marca la frontera entre el estudiante y la pizarra o el proyector. Por eso sorprende que cuando se habla del cambio tecnológico en la educación se haga tanto hincapié en los ordenadores y tan poco en la misma estructura física del aula, en el tipo de relación que hay que construir en el proceso de aprendizaje.
Cuando se pone el acento en el proceso, cambia la perspectiva y se pone el foco en el alumno –a ser posible considerado individualmente– según sus características personales y su estilo de aprendizaje. La cosa parece clara: todos podemos aprender, pero no todos de la misma manera. Por eso hay que poner al estudiante en el centro. La educación debe generar aprendizajes relevantes; debe capacitar profesionalmente sin confundirlo con la reproducción de las profesiones del pasado; y debe ir más allá de los componentes cognitivos.
Pero una asunción atontada de este cambio de perspectiva puede generar una confusión letal: que el estudiante sea el centro del proceso de aprendizaje no significa darle a entender que él es el centro del mundo y que todo debe girar a su alrededor. Como les decía un directivo a mis alumnos: para ser un buen profesional hay que guardar el ego en el armario. Centrar la educación en el alumno no significa ayudarle a cultivar un ego más grande, sino exactamente lo contrario... si es que hablamos de educación y no sólo de adquirir competencias profesionales que pondrán a disposición, como mercenarios, de quien pague mejor. Por eso empieza a ser preocupante que el lenguaje de la educación y de la política educativa cada vez esté más contaminado por el lenguaje del mercado y dominado por una lógica instrumental.
La educación universitaria no puede renunciar a ampliar horizontes ni a ideales elevados. Se ha dicho que se trata también de “posibilitar que los estudiantes den sentido al mundo ya su lugar en el mundo; prepararlos para que puedan usar sus conocimientos y habilidades como un medio para comprometerse responsablemente con la vida de su tiempo”. Yo no sabría decirlo mejor.