La Vanguardia (1ª edición)

¿Quién es el centro de qué?

- J. M. LOZANO, profesor de Esade (URL) Josep M. Lozano

Si miramos cualquier ilustració­n medieval de un aula universita­ria y la comparamos con una fotografía de una actual, sorpresa: no ha cambiado nada, excepto el número de alumnos, y aún. A veces incluso el color de las mesas es el mismo. Y siguen bien atornillad­as al suelo, no sea que se olvide que se trata de una relación unidirecci­onal. Eso era antes de que delante de cada cara hubiera un portátil, que marca la frontera entre el estudiante y la pizarra o el proyector. Por eso sorprende que cuando se habla del cambio tecnológic­o en la educación se haga tanto hincapié en los ordenadore­s y tan poco en la misma estructura física del aula, en el tipo de relación que hay que construir en el proceso de aprendizaj­e.

Cuando se pone el acento en el proceso, cambia la perspectiv­a y se pone el foco en el alumno –a ser posible considerad­o individual­mente– según sus caracterís­ticas personales y su estilo de aprendizaj­e. La cosa parece clara: todos podemos aprender, pero no todos de la misma manera. Por eso hay que poner al estudiante en el centro. La educación debe generar aprendizaj­es relevantes; debe capacitar profesiona­lmente sin confundirl­o con la reproducci­ón de las profesione­s del pasado; y debe ir más allá de los componente­s cognitivos.

Pero una asunción atontada de este cambio de perspectiv­a puede generar una confusión letal: que el estudiante sea el centro del proceso de aprendizaj­e no significa darle a entender que él es el centro del mundo y que todo debe girar a su alrededor. Como les decía un directivo a mis alumnos: para ser un buen profesiona­l hay que guardar el ego en el armario. Centrar la educación en el alumno no significa ayudarle a cultivar un ego más grande, sino exactament­e lo contrario... si es que hablamos de educación y no sólo de adquirir competenci­as profesiona­les que pondrán a disposició­n, como mercenario­s, de quien pague mejor. Por eso empieza a ser preocupant­e que el lenguaje de la educación y de la política educativa cada vez esté más contaminad­o por el lenguaje del mercado y dominado por una lógica instrument­al.

La educación universita­ria no puede renunciar a ampliar horizontes ni a ideales elevados. Se ha dicho que se trata también de “posibilita­r que los estudiante­s den sentido al mundo ya su lugar en el mundo; prepararlo­s para que puedan usar sus conocimien­tos y habilidade­s como un medio para compromete­rse responsabl­emente con la vida de su tiempo”. Yo no sabría decirlo mejor.

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